Que mal mienten los políticos. Quizás sea porque me estoy haciendo grande y empiezo a idealizar el pasado, pero creo que antes los políticos sabían mentir mejor. Uno ve el video de un ex Presidente hablando al pedo sobre la estratosfera en una escuela de Tartagal y el tipo tiene una actitud convencida. Es verdad que le estaba mintiendo a chicos de cinco años, pero hay que reconocerle que seguramente por dentro sabía que se estaba yendo al pasto con el discurso y sin embargo no se le movían ni los pelos de las patillas. En cambio los políticos de ahora son muy malos actores y eso me enoja. Porque no pretendo que sean sinceros. No soy tan ingenuo. Se muy bien lo que duraría un político si se lo ocurre decir verdades. Lo único que espero es que al menos sepan mentir bien.
Porque todos mentimos. Por más que todavía hay personas que insisten con eso de que no soportan las mentiras, ellos también mienten. Mentir es lo que más hacemos en nuestras vidas. Incluso más que comer. ¿Cuántas veces comemos en el día? Tres, cuatro, a lo sumo cinco veces. Si prestamos atención, son muchas más las mentiras que decimos en el transcurso de una tarde.
Nuestras mentiras son constantes y por diversas situaciones. A veces son mentiras sonsas, de esas que después nos preguntamos para qué las dijimos. O mentiras piadosas para no hacerle mal a alguien. A veces mentimos por cobardía y otras por maldad. Pero en realidad no me interesa analizar por qué decimos mentiras, sino hacer hincapié sobre la forma en la que mentimos. Porque a mí me angustia mucho más haber dicho una mala mentira que haber mentido por maldad. Mentir bien es un acto de respeto hacia el otro. Aun cuando la mentira fue elaborada para hacer daño, que te hayan mentido con astucia ya es una demostración de que esa persona al menos te respeta lo suficiente como para pensar la mejor forma de engañarte.
El tema es cuando el otro no pone mucho empeño en engrupirte. Cuando no le interesa que exista la posibilidad concreta de que le descubras la mentira. Porque ahí
queda en claro que vos no le importas ni siquiera para hacer el esfuerzo por engañarte.
Ayer me mintieron dos veces. La primera mentira me la dijo mi sobrino de siete años. Fue una mentira que me hizo reír. Porque comenzó contándome algo que había hecho en el día, y que era verdad pero después empezó a inventar aventuras que era obvio que no le habían pasado.
Y ahí hay un punto importante también para hablar sobre las mentiras. Las que funcionan son las que contienen cierta dosis de veracidad. Por eso a un niño de siete años se le complica tanto mentir bien. Le cuesta generar el engaño creíble porque aun no puede elaborar pensamientos complejos.
El problema es cuando un adulto te miente con una mentira de niño. Porque esa mentira que te causa ternura en tu sobrino de siete años, te amarga la tarde cuando la dice un hombre que tiene cincuenta años más.
Y ahí llegamos a la segunda mentira que me dijeron ayer. Aunque no fue una mentira en exclusiva para mí. El mentiroso y yo formábamos parte de una mesa redonda en un bar. No sé si el resto de los integrantes de la mesa se habrá percatado de la mentira. Pero para mí fue muy evidente. Una mentira de pésima calidad. Casi diría escandalosa. Es horrible la sensación de darte cuenta de que te están mintiendo. Pero insisto, lo realmente feo es cuando es una mentira pavota, desganada, cuando queda en evidencia que el mentiroso no hizo el más mínimo esfuerzo por hacerla pasar por verdad.
Cuando me fui del bar me quedé con bronca. Incluso estuve a punto de volver y plantear el argumento de esta cotidiana en la mesa. Pero no lo hice…
Por eso, ahora que ya estamos a días de festejar un año nuevo, pienso que después de brindar por todas las tonterías por las que brindo todos los años, esta vez voy a hacer un lugarcito para alzar la copa por toda esa gente que es capaz de elaborar buenas mentiras. Y eso es lo que me voy a desear para el año que está llegando: Que el próximo año me encuentre rodeado de personas que me mientan bien.