Mi abuelo Nardino era un hombre callado. Nunca una palabra de más. Mucho menos un chisme. Era muy reservado.
Si hago un repaso de los almuerzos familiares que teníamos los sábados al mediodía, siempre encuentro a mi abuelo sentado en la punta de la mesa, con la cabeza y el cuerpo encorvado hacia el plato de comida. Casi nunca participaba de la conversación. A lo sumo pedía para que le alcanzáramos alguna bebida. Incluso en esos casos solía pedirlo solo señalando con la mano. Como si no estuviera dispuesto a esforzar la voz para pedir una gaseosa.
Uno podría pensar que tenía una vida interior muy profunda. De ahí su silencio. O algún dolor crónico que lo hacía estar siempre con ese gesto parco y adusto. Algún mal pensado podría suponer que mi abuelo materno era de pocas palabras porque mi abuela se encargaba de hablar por los dos. Pero lo cierto es que era muy extraño escucharlo hablar. Por eso, cada vez que Nardino hacía un comentario o esgrimía una opinión, yo siempre escuchaba con atención. Era una novedad. Una alteración de la normalidad que valía la pena presenciar.
— ¿Sabes lo que tenes que hacer cuando tenes un problema? — Me dijo un sábado en el que yo andaba fastidioso por algo que ya no me acuerdo. — Si no lo podes resolver, correte. Dejalo pasar.
Eso fue todo. No agregó nada más. Después de darme ese consejo escueto, siguió mirando por televisión el sorteo de la lotería nacional vespertina.
Mi abuelo había estudiado solo hasta tercer grado de la primaria. Hombre de trabajo. Siempre ligado al campo. Tuvo su golpe de suerte cuando conoció y se hizo amigo de Roque Vassalli. Quien con los años fundó la fabrica de cosechadoras agrícolas que lleva su nombre en la ciudad de Firmat. Gracias a esa amistad se convirtió en uno de los primeros concesionarios en vender cosechadoras Vassalli.
Mi mamá me contaba que los negocios los hacía de palabra, porque así como era de utilizar pocas en el día, también era de cumplir rigurosamente con esas pocas palabras que pronunciaba. A él le bastaba la palabra empeñada como único comprobante de transacción. Esta razón fue la que aceleró su retiro al mando del negocio familiar cuando cambiaron los tiempos y la palabra dejó de ser un valor tan respetado.
A veces tomaba algunas desiciones un poco extremas o inconscientes. Cuando mi hermano mayor, Juan Cruz, cumplió los diez años, el abuelo decidió que ya estaba listo para subirse solo al tractor. Le enseñó a manejarlo en el campo y en un par de semanas, autorizado y alentado por mi abuelo, mi hermano entró al pueblo y pasó manejando con el tractor por el frente de mi casa. Mamá estaba en el comedor, mirando por la ventana cuando vio a su hijo mayor que la saludaba desde un tractor y seguía su recorrido hacia la calle principal del pueblo. Mi vieja casi se desmaya. Después de este episodio, estuvo un año sin hablarle al abuelo.
En sus últimos años de vida compartimos muchos momentos juntos. A pesar de que éramos muy distintos, a mi me gustaba su compañía.
Una vez me invitó para comer un asado a la salida del sol. Pensé que lo de salida del sol era una forma de decir, pero no. La cita era para estar en el campo a las cinco y cuarto de la mañana. Me pasó a buscar a las cinco y cuando llegamos al campo, sus amigos ya estaban esperándonos frente a la tranquera. Prendieron el fuego y esperaron hasta que el sol se asomara por el horizonte para poner la comida en la mesa. Fue la única vez en mi vida que desayuné chinchulines y riñones.
En un momento se le había dado por comprar cosas que vendían por televisión.
Una día nos invitó, a mi hermano y a mí, para que lo acompañáramos a probar las cañas y los señuelos coloridos que había comprado.
El problema fue que nos invitó para un domingo a la mañana y con mi hermano habíamos estado de copas hasta la madrugada. Nos quedamos dormidos y le clavamos el visto. Pobre viejo. Encima de que lo dejamos solo comiendo el asado, la caña y los señuelos que con tanto entusiasmo había comprado, se le rompieron ni bien hizo el primer intento por pescar algo. Fue la ultima vez que confió en la televisión.
Pero entre todos los recuerdo que tengo de mi abuelo materno, me quedo con nuestras tardes en el campo.
El iba todos los días después del almuerzo para darle de comer a los animales. Tenía guanacos, burros, y pavos reales. Le gustaba tener animales raros y poco redituables.
Mientras él le daba de comer a los animales yo me quedaba adentro de la casa leyendo un libro. Cuando terminaba sus tareas nos sentábamos en la galería.
Yo cebaba mates y él fumaba su pipa. No había prácticamente tema de conversación. Pero no importaba. Cuando alguno tenía algo para decir, lo decía. Y ahí se daba naturalmente la conversación. Sino, nos quedábamos callados. Pero ese silencio no nos producía incomodidad. No había necesidad de llenar todo con palabras. Disfrutábamos de nuestra compañía. Hoy me doy cuenta de que ya no tengo momentos así con nadie. Todo lo contrario. Parece que si uno no está continuamente hablando o sacando temas de conversación, es porque se lleva mal con alguien o tiene algún problema de salud. El silencio, por algún motivo, nos pone nerviosos.
Por eso, siempre que estoy en lugares o situaciones en que hay mucho bullicio, cierro los ojos y me imagino a mi abuelo sentado a mi lado, poniendo sin apuro el tabaco en su pipa y diciéndome alguna de esas pocas frases que solía decir en esas tardes tranquilas en el campo:
— Cuando una persona habla mucho, habla al pedo. No hay tanto para decir en la vida. Si no tenes nada interesante para decir, mejor quedate callado.