Supongamos que te habías quedado solo en el bar. Tus amigos consiguieron levantarse a alguna mina o se fueron a dormir y vos estás ahí, parado, con el codo apoyado sobre la barra, como siempre, tomando el tercer whisky y decidido a romper con tus tres meses de sequía sexual.
Entonces, hacés un paneo visual por las mesas y la pista como para elegir tu próxima presa.
Supongamos que estás optimista y decidís ir en busca de la rubia de cara bonita y baile sensual. Sabes que es demasiada belleza para vos pero todavía es temprano, así que está bien que intentes el milagro.
Agarrás tu inseparable vaso y te dirigís directo hacia ella.
Vas esquivando los manotazos de gente poseída por el baile y el alcohol que amenazan con derramar tu whisky y, a fuerza de empujones, llegás hasta donde está la rubia.
Se te ocurre que para caerle simpático, lo mejor que podes hacer es bailar girando en círculos, como si ella fuese la tierra y vos el sol rotando, incorporando el paso del ñandú.
No funciona.
La rubia ni se enteró de tu seducción humorística, entonces llevás a la práctica el plan B.
Te ofrecés, estirando los brazos como invitándola a bailar, pero tampoco resulta. La rubia gira, su pelo te golpea en la cara y olímpicamente te ignora, dándote la espalda.
En ese momento decidís que es el momento de implementar el plan C, pero te das cuenta que no lo tenías previsto y regresás a tu lugar en la barra.
Pedís otro whisky y tratas de recordar lo que pensabas al principio, cuando te diste cuenta que tus amigos ya no estaban, pero no lo lográs.
Salís caminando sin rumbo, como esperando que el destino te presente alguna oportunidad y, de pronto, te das cuenta que la morocha con remera de los Rolling Stones que está sola en una mesa te tira un beso. No lo podés creer. Con firme decisión vas a su encuentro, te sentás frente a ella y cuando te acercás para hablarle sentís que te tocan el hombro.
Te confundiste, pibe. El destinatario del beso era el pelado de un metro noventa que ahora ya te está agarrando del cuello. No podés ser tan pelotudo. Menos mal que le diste un poco de lástima al pelado y te dejó ir, pero la próxima no te salvás.
Otra vez a tu rinconcito de la barra y empinás el whisky de un saque. Golpeando el vaso de vidrio sobre el mostrador pedís otro y el barman te mira mal. Le guiñás un ojo como disculpándote por tu exabrupto y quedás acodado en la barra, esperando tu quinto whisky y comprobando que tu estabilidad empieza a deteriorarse. Tu cuerpo se mueve sin tu consentimiento y sin que nadie lo provoque.
Despacito te apoyás de espaldas contra la barra, dado que con el codo no es suficiente y corrés el riesgo de una caída vergonzosa. Decidís que lo mejor que podes hacer, teniendo en cuenta tu estado de embriaguez, es ir directo a lo seguro. Dejar la gran conquista para otra oportunidad y buscar la compañía femenina sin ningún reparo estético.
Comenzás a bailar entre las mesas al ritmo del Reggaetón — a pesar de que al comienzo de la noche criticabas ese tipo de música y te daba bronca que la gente bailara esa porquería —, lanzando manotazos a las chicas que pasan por tu lado, recibiendo rechazos rotundos e insultos de variado tipo.
De repente se presenta la oportunidad que estabas buscando.
Dos chicas muy parecidas ¿mellizas? bailan cerca de la otra barra, consumiendo energizante y mirando para la pista. Suponés que están esperando que alguien las saque a bailar, pero con la poca lucidez que te queda, entendés que no estás para seducciones largas, así que la única opción es el impacto directo de tus palabras.
Necesitás de alguna frase concreta, ingeniosa, que te de una victoria segura. Observás a las dos para ver por cual irías a la carga. Elegís la de remera azul, porque es la que menos baila y te parece más dispuesta a abandonar el boliche ante la perspectiva de hacer algo mejor. Buscás en tu memoria la frase que crees más adecuada y se la decís al oído:
– ¡Vos y yo tenemos toda la vida para estar juntos. Pero empecemos esta noche. No hay tiempo que perder! — Le gritás cerca de la oreja y le agarrás la mano como para llevártela del lugar.
Tu estupidez no parece tener fin. Después del rechazo de la melliza de remera azul, intentaste hacer lo mismo con la otra melliza, que ni bien te vio mover los labios te metió un empujón que te hizo caer arriba de una mesa.
Tu intento desesperado por mantener el vaso a salvo mientras te caías, no dio resultado y al ver el gesto del hombre al que empapaste con tu whisky ya sabías que tus disculpas no iban a servir para nada.
El pelado del metro noventa ya te lo había dicho —“La próxima no te salvás”— , y ahora, con la cara y parte de su remera empapada en whisky, decidió que era el momento de concretar la advertencia. Primero fue un zurdazo que te sacudió el cachete derecho y después un gancho al mentón que te tumbó y quedaste despatarrado, de espaldas al piso y pisoteado por un grupo de mujeres que se dirigía a la pista tomadas de la cintura.
Entonces, te decís que ya basta, que es suficiente y que lo más acertado es irte del lugar, rajar como rata por tirante.
Cuando por fin conseguís salir del bar te asalta una duda: ¿Adónde era que habías estacionado el auto?
Vas hasta una esquina y mirás. Nada. Volvés a pasar por enfrente del bar para llegar a la otra esquina y lo buscás entre los otros coches estacionados. Tampoco ahí. Caminás un par de cuadras y tu auto no aparece. El pibe que cuida los coches en la calle, al ver el estado calamitoso en que te encontrás, se apiada y te ayuda a buscarlo pero no hay caso.
Al meter la mano en el bolsillo, para sacar el celular y llamar a tus amigos para que te ayuden, te anoticiás de un hecho que te espanta: la llave de tu auto no está. Hurgás en todos los bolsillos hasta el cansancio, como un imbécil, pero no, no está. Y no seas nabo, no insistas. Las llaves no están.
¿Las habrás perdido moviéndote en la pista? ¿Se te habrán caído cuando el grandote pelado te despatarró en el piso? No sería la primera vez que te pasa eso cuando salís y te ponés el pantalón babucha.
Vas hasta la puerta del bar y pedís que te dejen entrar para buscar tu llave pero nadie te presta atención, y el balbuceo embriagado que reemplazó a tus palabras, no ayuda demasiado para que te entiendan.
Empezás a dar golpes en la puerta, enojado, furioso, sacado. De pronto, notás que tus pies no tocan el piso. Como un idiota, crees que estás levitando, pero no, es el patovica que te tiene agarrado de la remera y te levanta con una mano a varios centímetros del suelo. Te mira una sola vez antes de lanzarte contra un árbol.
Te levantás y lo agredís con un idioma nuevo que estás inventando, y la suerte te favorece. Toda esa masa muscular casi sin cuello que es el patovica se ríe de tu carencia de coordinación léxica, y aunque no quiere volver a golpearte, tu empecinada insistencia le hace perder la paciencia y terminás ligando una paliza inolvidable.
Regresás a tu casa caminando, dolorido. Muy dolorido. Lo poco que te queda de conciencia te permite discernir que lo mejor va a ser dormir y mañana, ya recuperado de la borrachera, vas a poder volver con el duplicado de la llave y encontrar el maldito auto.
Y supongamos que — sólo porque te tengo cierto aprecio —, no revelo tu nombre ni cuento el último episodio bochornoso que llevaste a cabo en el camino de vuelta.
Claro que no puedo dejar de mencionar que, cuando llegaste a tu casa y viste ese auto tan parecido al tuyo estacionado frente a la puerta, recién ahí te acordaste que esa noche habías ido al bar en taxi.