Algo teníamos que pensar para que tío Evaristo se fuera a dormir lo más pronto posible esa navidad y como siempre era una misión difícil, casi imposible.
Todas las navidades, sin excepción, el tío nos repetía hasta el amanecer sus anécdotas del servicio militar, que había hecho como infante de marina en la Armada y a continuación seguía con las guerras históricas, que eran su obsesión. Casi no teníamos posibilidad de retirarnos sin escucharlo. Él era así, quería a toda la familia reunida para que escucharan sus anécdotas, y si alguno de nosotros intentaba desertar, entonces el tío se ponía de mal humor y la cosa se ponía brava. Al menos eso es lo que repetía mamá cada vez que nos quejábamos con mi hermano. De chiquitos teníamos metido en nuestro cerebro a machaca martillo el peligro de desobedecer las órdenes de tío Evaristo.
Naturalmente en esos años a nuestros padres les bastaba con mencionarnos de que el tío Evaristo era una persona mayor, por lo tanto había que respetarlo y no se hablaba más del asunto. Fuimos creciendo y entendiendo con mi hermano que las razones de acatar las órdenes y los antojos de mi tío, tenían que ver muy poco con el respeto a los grandes. Para decirlo sin rodeos tío Evaristo era el sostén económico de la familia.
El problema era que con Tincho, mi hermano mayor, esa noche de navidad teníamos un encuentro impostergable. Claro que ¿cómo hacíamos para zafar lo más pronto posible de la reunión familiar? Y, además, sin deschavar el motivo de nuestra partida.
Sabíamos que era imposible contar con el apoyo de mamá para que nos excusara y nos pudiéramos retirar después del brindis, porque precisamente era ella la más interesada en la ayuda que el tío nos ofrecía. El único que hubiese podido ayudarnos era papá, que no soportaba a tío Evaristo y siempre discutía con mamá alegando que prefería vivir con lo que teníamos antes que pedirle prestado. Por supuesto que siempre terminaba aceptando la ayuda económica, que era necesaria, pero era el único que se iba a dormir antes de que tío Evaristo lo permitiera.
Nos enteramos por las discusiones que mantenían nuestros padres, de que el tío Evaristo — hermano de mamá —, estuvo siempre en desacuerdo que se casara con mi papá. Porque para él mi viejo era un muerto de hambre y su querida hermana nunca iba a llegar a nada casada con un hombre que trabajaba de profesor. Por esta razón la relación entre ellos dos siempre fue algo incómoda.
Volviendo al tema que nos ocupa, la posibilidad de recurrir a papá esa navidad era casi nula, debido a que el cambio del automóvil y las horas que le habían quitado a mi papá en el colegio, habían hecho que durante el año crecieran las deudas de la familia. De ahí que ese año los dos —más unidos que nunca —, estaban empeñados en hacer sentir al tío Evaristo como en su casa. Que, dicho sea de paso, de alguna manera era su casa, porque las últimas cuotas del crédito hipotecario las había pagado él.
Para Tincho y para mí la relación con el tío Evaristo había cambiado radicalmente con los años. No pasaba lo mismo con nuestro hermano menor, Nicolás, que lo recibía con el mismo entusiasmo que teníamos nosotros a su edad, porque siempre traía regalos costosos. Para Nicolás, con sus pocos años de vida, tío Evaristo resultaba ser mucho más bondadoso que Papá Noel.
Sin embargo, esa manera cariñosa de tratarnos cuando éramos chicos, cambió sustancialmente cuando saltamos a la adolescencia y se transformó en más autoritaria y distante. Porque según él ya teníamos la edad suficiente como para convertirnos en hombres serios, como si los hombres serios no pudieran permitirse ningún tipo de manifestación afectuosa que fuese más allá de un formal apretón de manos.
Por suerte venía sólo dos veces al año. Él vivía en Córdoba y viajaba a nuestro pueblo para las vacaciones de invierno y para navidad, rara vez se quedaba para festejar año nuevo.
Entonces era crucial que el día de navidad lo pasara bien y se sintiera cómodo, ya que al día siguiente, antes de partir, mamá le detallaba los problemas económicos que padecía la familia y el tío se hacía cargo de las necesidades.
Por suerte en los últimos tiempos con mi hermano no teníamos que interpretar la insoportable escena de detallarle al tío las necesidades de indumentaria deportiva para el club, o las cuotas cada vez más elevadas de nuestro profesor de inglés particular que, en realidad no era de inglés sino de guitarra, pero teníamos que mantener el secreto porque tío Evaristo jamás hubiese aceptado contribuir en la enseñanza musical. Para él estudiar música era sólo un desperdicio de tiempo. Mamá, unos días antes de que llegara, se encargaba de preguntarnos qué necesitábamos, para después poder trasladarle los requerimientos a su hermano.
Para colmo de males, ese año, una semana antes de la llegada del tío a nuestra casa, mamá nos dijo que quizás en esa oportunidad se quedaría a pasar también año nuevo, aunque —para nuestra tranquilidad y para darnos un respiro—, el tío se iría al día siguiente de navidad al pueblo vecino a visitar a un viejo amigo y regresaría recién para la noche de fin de año.
Fue en ese momento cuando se nos ocurrió que lo más atinado sería posponer una noche nuestro encuentro secreto. Y si no habíamos pensado de antemano en esa posibilidad, era porque tanto mi hermano Tincho como yo estábamos con las hormonas revolucionadas ante la expectativa de nuestro primer encuentro sexual.
Ese era nuestro dilema en esa navidad. Nos había llevado todo el verano anterior y esos primeros días de diciembre seducir a las hermanas Pineda para que, finalmente, nos concedieran la noche de sexo que ambas nos prometieron. A decir verdad, al que más le costó fue a Tincho. Él se encargó de cortejar a las hermanas, ya que con sus dieciocho años estaba un poco más avezado en el trato con las mujeres. Yo con mis dieciséis, no tenía la soltura necesaria para hablarles a las mujeres y mucho menos a chicas como las hermanas Pineda, que superaban los veinte. La cuestión fue que Tincho las convenció de encontrarnos aquella noche de navidad.
Estaba todo arreglado: nos encontraríamos con las hermanas en un bulín que nos prestaba un amigo de Tincho. Habíamos logrado separar algunas botellas de champagne de la conservadora de mamá para llevarlas al bulín, a fin de que el alcohol nos diera el ánimo necesario. El problema era el tío Evaristo y su insoportable perorata navideña, que nos exigiría permanecer sentados hasta altas horas de la madrugada y, por ende, la segura frustración de nuestro encuentro con las hermanas Pineda, porque ellas tenían la obligación de volver antes de las tres de la mañana a la casa de su tía, que era donde pasaban la navidad.
Lamentablemente, en unas horas, nuestro nuevo plan se desmoronó.
Yo estaba en la cocina con mamá, ayudándola a recordar las cosas que había que comprar para la navidad y sugiriéndole el pedido de algunos pesos extras al tío Evaristo para poder comprarme unos botines, cuando Tincho entró de muy mal humor y me hizo una seña que entendí como de frustración. No había tenido éxito en su intento por convencer a la mayor de las Pineda de postergar una noche el encuentro.
— Se van al otro día. Nuestra única posibilidad es en navidad — me dijo Tincho, en voz baja, y me contagio el mal humor.
No podíamos tener peor suerte. Las hermanas Pineda no eran de nuestro pueblo, pero siempre venían en diciembre a pasar el verano a la casa de su tía y se quedaban hasta los primeros días de marzo. Al parecer este año iba a ser la excepción.
Entonces teníamos que volver a planificar una escapada posible para esa noche debido a que Tincho, evidentemente mucho más desesperado que yo en poner punto final a su virginidad, le había confirmado a la Pineda mayor nuestra presencia en el bulín, y le aseguró que estaríamos a más tardar a la una y media de la madrugada navideña.
Cuando mamá anunció que iba a preparar el clericó de frutas para la navidad — porque al parecer el tío estaba antojado con ese cóctel que ella solía preparar en algunas fiestas —, Tincho dijo que lo prepararíamos nosotros y me guiñó un ojo. Mentiría si les digo que en ese momento intuí la idea que se le ocurrió a mi hermano, pero cuando más tarde y a solas me contó su ocurrencia, me negué rotundamente a participar de ese plan macabro.
Es cierto que ninguno de los dos bancábamos a tío Evaristo y, como dije, estábamos desesperados por encontrarnos con las Pineda. Pero la idea de Tincho era demasiado peligrosa. No obstante logró convencerme y, más aún, cuando aceptó hacerse cargo del castigo en caso de que nos descubrieran.
La idea, como dije, era un espanto, pero sin dudas tenía un alto porcentaje de efectividad porque el único que tomaba el clericó de frutas era tío Evaristo. A mamá y a papá nunca los sacabas de alguna copita de champagne. Por lo tanto, al ser nosotros los que preparábamos el clericó, nos daba la posibilidad de agregarle a los ingredientes usuales, una dosis de pastillas de Rivotril, lo suficiente como para que el tío, después de unas copas, se quedara dormido en la mesa.
A pesar de que era poco probable, existía también la posibilidad de que alguno de nuestros padres quisiera probar el clericó, pero era un riesgo que teníamos que correr y, llegado el caso, improvisaríamos algo.
Recuerdo la mirada extrañada de mamá cuando los dos nos pusimos con tanta dedicación a la preparación del trago. Trataba, supongo, de entender el motivo de nuestro repentino entusiasmo por ayudar en la casa, cosa que nunca ocurría en las fiestas y, a decir verdad, en ninguna de las estaciones del año.
De dónde sacó Tincho las pastillas, es un misterio que no he podido resolver hasta ahora. Nunca me reveló cómo las consiguió. Lo cierto es que esa tarde de víspera de navidad, mientras preparábamos el clericó, me mostró la tirita de Rivotril y se concentró en la preparación.
Cada tanto me daba ánimos, porque en reiteradas oportunidades le insistí con abortar el plan, asustado ante la posibilidad no sólo de que nos descubrieran, sino también de que algo saliera mal y termináramos durmiendo a toda la familia con esas pastillas del demonio. Pero Tincho me sonreía, se mostraba sereno, como quien tiene bajo control lo que está haciendo. Esa actitud me calmó por un rato. Pero cuando observé que a Tincho le temblaban las manos al depositar las pastillas de Rivotril en la jarra del clericó, me di cuenta que estaba más cagado que yo. Claro que a esa altura de los acontecimientos los dos sabíamos que no había marcha atrás.
A las ocho de la noche, cuando con Tincho nos estábamos cambiando, los gritos de Nicolás, insistiendo para que le entregara los regalos, nos alertaron de que el tío había llegado a casa.
Cuando entramos al comedor nos saludó con un apretón de manos y no nos dio tiempo ni a sentarnos. Ahí nomás empezó con sus insoportables anécdotas.
— ¿Les conté alguna vez del soldado Quiñónez?
Si no me fallaba la memoria, esa misma pregunta la había repetido en las cuatro últimas navidades. Dijimos que no, como en todas las oportunidades anteriores, y nos dispusimos a escuchar una anécdota insoportablemente previsible mientras observábamos a Nicolás jugando en el piso con un muñeco de los Power Rangers, envidiando su suerte.
— El soldado Quiñónez era uno de esos tipos que, solo de recordarlo, no me canso de decir que hay que restablecer el servicio militar obligatorio. ¿Saben por qué? Porque cuando el tipo llegó al regimiento era más terco que una mula, uno de esos “nenes malcriados” que no están acostumbrados a obedecer y que no hacen nada, un vago — como los jóvenes de hoy en día —, que en la primera semana se metió solito en la boca del lobo. Se quiso pasar de vivo con el teniente de corbeta Altamirano — dijo —. ¡Ah, qué tipazo el teniente de corbeta Altamirano! — agregó y, sin explicar por qué el tal Altamirano gozaba de su admiración, continuó: — Este Quiñónez creyó que podía hacerse el “chancho rengo” en orden cerrado. ¿Ustedes saben qué es el “orden cerrado”? — preguntó y, sin darnos tiempo de responder, y con gesto despectivo, agregó, sin recordar que lo había contado tantas veces que sí, sabíamos perfectamente de qué hablaba — ¡Qué van a saber ustedes!
Hizo una pausa porque justo en ese momento mamá entró y le dejó un vaso de vermut en la mesa.
— Bueno, el asunto era que estábamos haciendo “movimientos vivos” se llaman, ¿sabían? — Sí, sabíamos, pero no valía la pena decírselo, él iba a seguir contando lo mismo —. Se trataba de flexiones de brazo, “lagartijas” y todo eso cuando Quiñónez, como les dije, intentó pasarse de listo y se le ocurrió fingir que le dolía el estómago para zafar. ¡Para qué! Por supuesto que el señor teniente Altamirano se dio cuenta que le estaba metiendo el perro y además de castigarlo a él, y a manera de ejemplo, también a toda la sección. O sea que todos terminamos pagando el pato — dijo, desplegando esa irritante costumbre de utilizar animales para referirse a determinadas situaciones. Y lo peor era que en cada nueva visita, incrementaba los refranes zoológicos, el muy pesado —. Para cuando terminamos el servicio militar —continuó —, Quiñónez era más mansito que una gacela. Pero no fue fácil para el señor teniente encarrilar a la oveja negra del regimiento, si le dejabas una oportunidad este Quiñónez era más peligroso que mono con navaja. Recuerdo que en una oportunidad…
Nos salvó mamá, que nos pidió ayuda para que bajáramos las fuentes de pollo que traía papá en el auto. Parafraseando a tío Evaristo en su refranero zoológico, salimos en su ayuda más rápido que una liebre mientras ella se quedó charlando con el tío. Entramos todas las fuentes y las dejamos en la cocina para que mamá le agregara la salsa de roquefort que había preparado, y ahí escuchamos que tío Evaristo le contaba a papá las ganas que tenía de probar ese maravilloso clericó de frutas que hacía años no tomaba.
Recuerdo que fue en ese momento cuando comenzaron a temblarme las piernas, del cagazo que tenía, y no logré aquietarlas en toda la noche.
Durante la comida papá nos miró varias veces, como intentando dilucidar qué nos pasaba, porque seguramente el nerviosismo se nos notaba demasiado y prácticamente no abrimos la boca más que para comer unos pedacitos de pollo. Por supuesto que tío Evaristo no se dio cuenta de nuestra inusual actitud, de tan entusiasmado que estaba con su parloteo insoportable.
Pasaba de narrar las más sangrientas batallas del desierto, a la intervención de los Estados Unidos en Irak — y muy bien que habían hecho en invadirlos — y a fundamentar sin lugar a reproche alguno la importancia de aniquilar de una vez por todas al terrorismo.
— A-ni-qui-lar-los —silabeaba —. Eso es lo que hay que hacer con todos los terroristas. Matarlos como a perros rabiosos.
Pese a nuestra preocupación por lo que depararía la noche, debo decir que por un momento nos olvidamos del clericó y de la excitación por el inminente encuentro con las Pineda, porque papá comenzó a rebatir y desacreditar —con inusuales argumentos —, las siniestras intervenciones y la política exterior estadounidense y a oponerse, sin más vueltas, con las opiniones del tío Evaristo.
Cómo no disfrutar de la cara de bronca del tío, que enrojecía de cólera por lo que decía papá. Por fin, en nuestra mesa navideña, sonaba otra campana que no fuera la indiscutible “verdad” del tío Evaristo. Ni siquiera mamá pudo frenar las embestidas y la catarata de palabras venenosas del tío y la réplica de papá que, para nuestro mayor deleite reivindicó la rebelión de la revolución cubana del cincuenta y nueve, que era el peor agravio que se le podía hacer al tío, que odiaba de manera irracional a Fidel Castro, al Che, a Camilo Cienfuegos y a cualquier otro revolucionario que haya existido en la historia de la humanidad.
Con Tincho tuvimos que hacer un esfuerzo sobrehumano para no demostrar la alegría que nos producía ver a papá llevar al tío Evaristo a ese estado de exasperación, ya que a medida que pasaba la noche y se sentaban en la mesa el Che Guevara, el subcomandante Marcos y hasta Perón y Evita —dos personajes innombrables para mi tío —, se le iba desfigurando la cara de la bronca que le daba, al punto que en algunos momentos de la conversación, parecía que iba a explotar y se notaba el tremendo esfuerzo que tenía que hacer para mantener la calma.
No sé si papá coincidía o pregonaba los principios de los revolucionarios y políticos que invitó a sentarse en nuestra mesa navideña, pero estoy seguro que los trajo a colación para enardecerlo y hasta sospecho que eligió con esmero los personajes que más lo irritaban a su cuñado Evaristo.
El tañido de las campanas de la iglesia anunciando la llegada de la navidad y los insistentes gritos de Nicolás por recibir sus regalos, dieron por terminada la discusión. Papá se dirigió a la cocina para traer las botellas de champagne seguido por la mirada furiosa de mamá, visiblemente enojada por la ocurrencia de llevarle la contra al tío, y en ese momento se nos terminó la alegría a nosotros porque se aproximaba la hora de la verdad. Mamá nos mandó a buscar el clericó mientras el tío, que había recuperado en parte el color normal de su cara, le entregaba los regalos a Nicolás.
La jarra con el clericó la tuvo que traer Tincho, porque a mí me temblaban las manos. Nicolás jugaba feliz y ensimismado en su propia aventura con los regalos del tío, sin importarle que la fiesta navideña, para los adultos, se hubiera convertido en lo más parecido a un velorio.
Tío Evaristo, en absoluto silencio, se sirvió un vaso de los altos de clericó. Cuando mamá y papá llenaron sus copas con champagne, Tincho y yo nos miramos y respiramos aliviados.
El diálogo lo retomó mamá que, haciendo gala de su condición, comenzó a exponer las virtudes de sus hijos, aunque también soltó alguna queja por ciertas conductas inadecuadas, sobre todo de los más grandes. Es decir, Tincho y yo. De todos modos, zafamos un poco de los agravios, debido a nuestra buena disposición al ofrecernos para preparar el condenado clericó que le gustaba al tío Evaristo.
Quedaba más que claro que mamá intentaba llevar los caminos de la conversación por terrenos menos escabrosos, buscando evitar cualquier posibilidad de una nueva confrontación.
Sin embargo la “noche de paz” duró unos minutos nomás, porque el tío Evaristo después de empinarse dos vasos de clericó, prendió la llama de la discusión cuando acusó a los profesores de ser los causantes principales de la decadencia de nuestra educación.
Esta vez fue papá el que se salió de sus cabales. Y para nuestra desgracia, mientras elevaba la voz en defensa de su profesión, no tuvo mejor idea que cambiar su vaso espumante y servirse un poco de la jarra del clericó. Definitivamente estábamos en problemas.
Yo quedé paralizado, en mi cabeza daban vueltas todo tipo de soluciones pero se perdían en la nebulosa del temor que era más fuerte que cualquiera de mis resoluciones. Por suerte Tincho tuvo la sangre fría necesaria para pensar en ese momento angustiante y, antes de que papá tomara el primer sorbo, fingió buscar algo en la mesa y con su cuerpo le tocó el brazo con el que sostenía el vaso. El clericó con las benditas pastillas de Rivotril terminaron en el piso junto con los pedazos de vidrio.
Me levanté como un resorte de la silla y acompañé a mamá a buscar todo lo necesario para limpiar. En realidad lo único que quería en ese momento era salir del comedor y no volver a entrar nunca más. Supongo que Tincho se quedó para custodiar que papá no intentara servirse nuevamente.
Cuando regresamos con mamá, la discusión había bajado un poco de tono y papá, por el momento, parecía haber desistido de la idea de tomar clericó. Obvio que Tincho no se salvó del reto por su torpeza y yo también caí en la volteada, aunque ni nos dimos por aludidos teniendo en cuenta en el lío en que estábamos metidos.
Cerca de la una de la mañana, mamá estaba en la cocina lavando los platos y las fuentes sucias, mientras con Tincho ayudábamos a Nicolás para armar una pista gigante de autitos, separándonos de la discusión entre papá y el tío Evaristo que seguía su curso, aunque ahora un poco más civilizada porque hablaban de fútbol y teniendo en cuenta que los dos eran hinchas de Boca. Por momentos mirábamos para la mesa esperando alguna señal de cansancio en el tío y para mantenernos alertas, por si a nuestro padre se le ocurría intentar probar nuevamente el clericó.
A los dos algo nos llamó la atención: la voz de papá comenzó a predominar en la discusión. A no ser por algunos balbuceos del tío Evaristo, parecía que papá estuviera hablando solo o dictando una clase para alumnos atentos y aplicados.
Cuando con Tincho lo vimos al tío cabecear pelotas inexistentes y a punto de desnucarse, supimos que el Rivotril estaba haciendo efecto. Sólo faltaba que lo venciera el sueño o, al menos, que decidiera dirigirse a la habitación con lo que estaríamos libres y a tiempo para encontrarnos con las hermanas Pineda. Pero en ese momento el que cayó en las garras del sueño fue Nicolás y tuvimos que llevarlo a su habitación, mientras papá seguía argumentando los problemas defensivos de Boca y el tío parecía coincidir, cabeceando, dejando la duda de si eran afirmaciones o signos de su cansancio.
En el trayecto en que llevamos a nuestro hermano menor, Tincho decidió que era la oportunidad de aprovechar el estado del tío y animarnos a preguntar si podíamos retirarnos por unas horas.
Pero cuando volvimos al comedor papá estaba otra vez con el vaso lleno de clericó y a punto de beber. Esta vez me le adelanté a Tincho y con fingida imprudencia le empujé el brazo, derramándole todo el líquido encima, que le empapó la camisa y el pantalón, aunque el vaso se salvó de milagro.
Mi viejo me miró, luego miró a Tincho y después a la jarra de clericó. No hizo falta que hablara para que entendiéramos que nos había descubierto. Por encima del silencio insoportable que se produjo en ese momento se escuchaban con mayor intensidad los ronquidos del tío que se había dormido con el cuerpo inclinado en la silla y a punto de caerse.
No sé qué habrá pasado por la cabeza de papá. Tampoco nos pidió explicaciones o detalles de lo que habíamos hecho. Sin embargo, cuando pensábamos que todo había terminado y era el momento de olvidarse del bulín y de las Pineda y sólo deseábamos que el castigo no fuera tan severo, papá se levantó de la silla y nos dijo:
— Mañana vamos a hablar. Ahora vayan y vuelvan antes de las tres, porque si no su madre me mata.
Nos fuimos con sensaciones encontradas. Apurados y ansiosos por saber si las Pineda ya estarían en el bulín, pero con un gran cargo de culpa y deseando que papá no le contara nada a mamá.
Cuando entramos al bulín, preparamos las copas y abrimos un champagne. Estuvimos un rato sin tomar ni un sorbo, esperando con caballerosidad el arribo de las hermanas, pero los nervios por la demora de las Pineda sumada a la ansiedad de encontrarnos a un paso de “debutar”, hicieron que nos olvidáramos de los modales y terminamos brindando sin ellas y sin intuir hasta después de una hora interminable, que la demora era definitiva.
Volvimos borrachos y derrotados a casa antes de las tres, como nos había indicado el viejo, y ya acostados en nuestra habitación escuchábamos los ronquidos ensordecedores del tío Evaristo que, como supimos al día siguiente, papá y mamá tuvieron que llevar en andas a la cama.
Con las hermanas Pineda tuvimos que esperar hasta el verano siguiente para concretar otro encuentro. No nos quisieron contar por qué faltaron a la cita de navidad, aunque intuimos las razones. Pero por suerte en esa nueva oportunidad salió todo tal cual fue planeado, sólo que no se trataba de nuestro debut sexual, ya que durante el año nos la pudimos arreglar para poner fin a nuestra virginidad.
En cuanto al tío Evaristo, jamás volvió a compartir una navidad con nosotros. Nunca pudimos saber si fue por la dura discusión que mantuvo con papá esa noche o porque sospechó que algo le pusimos al clericó de frutas. De cualquier manera, las cosas en casa mejoraron económicamente y por suerte no tuvimos que soportar más nochebuenas escuchando historias acerca del servicio militar en la gloriosa Infantería de Marina, tácticas de guerra, soldados Quiñónez, ni refranes zoológicos. Con Tincho nos mantuvimos alerta por un par de años, y siempre dejábamos a mano la tirita de Rivotril que teníamos como Caballo de Troya, por si al tío Evaristo se le cruzaba por la cabeza pasar las fiestas con nosotros. Como hubiera dicho él mismo, las pastillas las guardábamos… por si las moscas.