Tengo varios instantes de felicidad en mi vida. Pero si me tengo que quedar con uno, elijo el de un partido de fútbol que jugué en mi infancia.
En el partido que menciono yo tenía ocho años y jugaba para Centenario, el club de mi pueblo del que soy hincha. En aquella época todavía jugábamos en cancha de siete y éramos un equipo imbatible.
En el arco lo teníamos al Gato, tan seguro debajo de los tres palos como gambeteando rivales, de hecho con los años se transformó en un exquisito delantero. La línea de tres defensores, conformada por Walter, Federico y el Pali, eran prácticamente imposible de pasar en el mano a mano. Del medio campo se encargaba Santiago, que era capaz de perseguirte dos días seguidos hasta sacarte la pelota, y que cuando pateaba al arco era tan potente su disparo que hasta las madres que miraban el partido detrás del alambrado se daban vuelta asustadas. Completábamos el equipo Alejandro y yo. Alejandro era el talento. El jugador que hacía la diferencia y el único de nuestra categoría que llegó a jugar en un equipo de la primera división del Fútbol Argentino.
En cambio mi aporte era más difícil de determinar. A mis ocho años mi aspecto físico y mi estatura podían hacer pensar dos cosas. O era uno de esos niños maravilla que son tan buenos jugando al fútbol que los prueban con chicos de categorías más grandes, o que el entrenador se había confundido de categoría al incluirme en ese equipo. Bastaba verme jugar unos minutos para que quedara claro que no había en mí ningún genio futbolístico. Tan solo era un pata dura con cuerpo de piltrafa y con un desarrollo madurativo más lento que el resto de sus compañeros.
El único aporte que le brindaba al equipo, mi única pizca de habilidad dentro de una cancha fútbol, era la que antiguamente se conocía como la del“mojarrero”. Es decir, mi destreza se basaba en quedarme parado al lado del arco rival, esperando que Alejandro gambeteara a todos los rivales y me pasara el balón para empujarla a la red contraria. Nunca conocí lo que se experimenta con una marca pegajosa. Jamás sentí la respiración en mi nuca de algún rival que me haga marca personal. Esperaba tranquilo y relajado en un cuadrado de césped, pasando desapercibido, observando maravillado la destreza de mis compañeros de equipo.
Metía algunos goles, cada tanto. A veces los defensores me subestimaban en exceso y yo lograba robarles el balón y mandarla a guardar por mérito propio. Pero por lo general dependía exclusivamente de mis compañeros para anotar mi nombre en el marcador.
Con este equipo y bajo la dirección técnica comandada por el Guille Girardi, logramos arrasar en todos los torneos infantiles que jugábamos.
Eso sí, teníamos un rival que con el correr de los campeonatos amenazaba con quitarnos el trono indiscutible que teníamos en toda la zona. Era Arteaguense, uno de los dos clubes de Artega, un pueblo que queda a diez quilómetros de nuestra localidad. Contra ellos jugamos el partido en el que viví mi instante de felicidad que pretendo narrar.
Al principio les ganábamos con comodidad, casi como a cualquier otro equipo. Digo casi, porque a diferencia del resto, aun perdiendo cuatro o cinco a cero no se daban por vencidos, seguían corriendo como si el partido recién hubiera comenzado y nos mataban a patadas demostrando un orgullo que nosotros respetábamos.
En una oportunidad, ni bien había empezado el partido, se pusieron uno a cero con un gol espectacular de Salvador, el delantero más peligroso que tenían.
Ese día se encendió un alarma para nosotros. Nos costó todo el primer tiempo entender lo que estaba pasando. Nos fuimos al descanso perdiendo por primera vez en nuestra breve vida futbolística. Por suerte reaccionamos después del reto que nos propinó nuestro entrenador y el segundo tiempo jugamos bien y les ganamos tres a uno. Pero recuerdo que cuando terminó el partido todos sentimos que estábamos frente a un equipo que nos podía traer dolores de cabeza en un futuro cercano. Y no nos equivocamos. Desde ese partido en adelante los encuentros contra Arteaguense se transformaron en un clásico.
También comenzó a gestarse una rivalidad personal. A los ocho años uno puede llegar a ser muy competitivo y sobre todo suele copiar lo que observa de los más grandes, y copiar lo que hacen los grandes en el fútbol significa agarrarse a trompadas cuando el partido se pone áspero.
Alejandro jugaba un partido aparte con Minino, el defensor y capitán de Arteaguense. Andaban a los empujones por toda la cancha amenazándose con patadas y golpes de puños inminentes. El Pali se trenzaba en férreas discusiones verbales con Salvador ante cada ejecución de un córner.
El único que no recibía amenazas ni insultos, era yo. Y era entendible. Si mi participación en la mayoría de los partidos era escasa, jugando contra Arteaguense tranquilamente podría haberme quedado en el banco de suplentes.
El último partido que jugamos frente a Arteaguense, previo al partido del campeonato donde está esperando impaciente mi instante de felicidad, fue una batalla campal.
A los cinco minutos, Alejandro anotó el primer gol para nuestro equipo con un disparo potente desde afuera del área, y Minino, después de que Alejandro pateara, le metió un patadon en el tobillo que lo dejó tirado en el piso. Alejandro siguió jugando pero apenas podía caminar. Entonces, con nuestro mejor jugador diezmado, se nos vinieron encima.
Estrellaron dos tiros en el travesaño y el Gato consiguió atajar una pelota imposible que buscaba meterse por el palo derecho. Merecían ampliamente el empate. Pero el fútbol tiene cosas inexplicables. En un contra golpe, Santiago tomó la pelota cerca de nuestro arco y la llevó hasta el área de ellos, amagó con patear y después de mirarme y descartarme como opción de pase, una decisión acertada de su parte, le pasó el balón a Alejandro que venía corriendo como podía desde atrás. Solo frente al arquero, y casi rengueando, Alejandro tuvo la sutileza de amagar con patear al arco, dejar despatarrado al arquero e ingresar caminando con la pelota adentro del arco.
Dos a cero, final del primer tiempo y a llorar a la capilla.
El segundo tiempo fue un calco del primero. Nos tuvieron colgados del travesaño. Ni hablar después de que Salvador puso el dos a uno.
Nunca me había pasado ver al equipo tan atrás y en nuestro propio campo. Desde mi solitaria posición veía lo lejos que estaba de mis compañeros. Recuerdo que en algunos pasajes del segundo tiempo tuve la sensación de que debía bajar para ayudar a mis compañeros a aguantar los embates del rival, pero el Guille Girardi me lo había dicho clarito: Quédate arriba para el contra golpe. Sim embargo no hubo ningún contra golpe. Apenas pude correr algún rechazo desesperado de Walter, algo infrecuente para un defensor de su calidad, lo que demostraba lo perdido que estábamos en la cancha. Así que no tuvimos la oportunidad de ninguna jugada más o menos elaborada y terminamos el partido pidiendo la hora.
Quizás me haya desviado un poco. O tal vez piensen que no se justifican todos estos recuerdos para terminar narrando un instante de felicidad que no duró más de veinte segundos, pero creo que es necesario para que comprendan el contexto y el porqué de mi elección de ese instante por sobre otros de mi vida.
Al campeonato siguiente, que se jugó en Newerton de Cruz Alta, llegamos a la final sin sobresaltos. Ganamos los partidos por amplio resultado y sin que nos conviertan goles. Mi desempeño también había sido bueno. Dos goles en dos partidos. Nada mal para un mojarrero escuálido y de poco más de un metro de estatura.
Por su parte a Arteguense el camino hacia la final se le había tornado dificultoso. Aunque no era algo fuera de lo común. Nunca ganaban de manera holgada como nosotros. Era como si sólo se motivaran jugando en contra nuestra.
Antes de la final contra Arteaguense ocurrió algo inesperado para mí. Santiago me pidió mayor entrega para ese partido. Al parecer lo habían estado conversando con los chicos y llegaron a la conclusión de que, aunque nuestro entrenador opinase lo contrario, mi aporte para el equipo en ese partido decisivo exigía más sacrificio que la simple misión de esperar el regalo del cielo desde mi ubicación de llanero solitario. Recuerdo que le dije que sí, que por supuesto iba a poner mi cuerpo al servicio del equipo y que pensaba bajar hasta la mitad de cancha si era necesario. Aunque en mi fuero interno sentí algo de tristeza al darme cuenta que no estaban valorando mi aporte.
Para colmo mi viejo llegó al club unos minutos antes de que comience el partido y tuvo la genial idea de traer su cámara filmadora. Esto era otro aliciente para aquel encuentro. Podíamos llegar a tener la satisfacción de propinarles una victoria abultada y que quedara grabada para la eternidad en esa cinta de filmación.
Siempre que rememoro aquellos años, pienso en el esfuerzo que hacía mi viejo para sostener la cámara durante todo el partido a un costado de la cancha. Porque no era una de esas filmadoras digitales que vienen ahora. La cámara era una TSH, que cuando mi viejo se la cargaba al hombro parecía que se había acomodado una bazuca. Era larga como un tren y más pesada que la barra brava de Boca.
También pienso en el esfuerzo de mi vieja, que era la encargada de levantarme a las siete de la mañana para llevarme a donde se jugara el campeonato. Cada vez que pienso en esos años no puedo evitar sentir algo de culpa por los domingos que les hacía pasar. Nunca se los pregunté, pero estoy seguro que en aquellos campeonatos, que como dije se jugaban los domingos, no todos los fines de semana, pero al menos un domingo al mes, ellos deberían sentir emociones encontradas. Por un lado cierto placer al verme tan contento de jugar al fútbol, y que encima las cosas salían bien. Pero también sospecho que muchas veces habrán rogado que perdiéramos y así salvarse de tener que pasar todo el Domingo en un bendito club de pueblo, aguantando el calor sofocante o las heladas Antárticas cuando llegaba el invierno.
Pero, vayamos al partido contra Arteaga.
Ni bien empezamos a jugar, notamos que lo de victoria abultada había sido solo una expresión de deseo. A menos que el partido diera un giro inesperado, de ninguna manera ese desarrollo hacía prever una victoria cómoda o por goleada como habíamos fantaseado. Las pelotas pasaban de uno y de otro lado de la cancha sin ton ni son. Yo ya había aprendido que cuando Walter no intentaba salir gambeteando desde abajo era porque que la cosa venía fulera. Ni hablar del pobre Santiago. Corría desesperado buscando la posibilidad de robar un balón para iniciar un ataque, pero no había caso. Nuestra esperanza estaba depositada en Alejandro. Si él se iluminaba sabíamos que teníamos grandes chances de volcar el partido a nuestro favor. Pero Alejandro otra vez estaba inmerso en una confrontación personal con Minino. Era astuto el capitán de ellos, sabía que si lograba sacar de las casillas a nuestro jugador más habilidoso, tenían más posibilidades de llevarse la victoria.
Hubo un solo disparo al arco en el primer tiempo y ocurrió sobre el final. Salvador conectó una pelota que había quedado boyando cerca de nuestra área, y que al rozar en el cuerpo de Walter, desvió su trayectoria y descolocó a nuestro arquero. Fue un mazazo difícil de asimilar. Uno a cero en contra, final del primer tiempo y nosotros a llorar a la capilla.
Nos fuimos caminando cabizbajos al descanso e intuyendo el enojo de nuestro entrenador por la pobre actuación que estábamos ofreciendo.
Sin embargo, esta vez el Guille Girardi nos dijo que estábamos perdiendo por mala suerte y nos pidió que cuando empatáramos no festejemos el gol. Que vayamos a buscar la pelota dentro del arco rival y nos apuráramos a continuar con el juego para demostrar que no íbamos a conformarnos con un insulso empate. Nos sorprendió su arenga. Sus palabras funcionaron como una inyección anímica crucial para lo que faltaba del partido.
Arrancamos el segundo tiempo y Walter ya no rechazaba el balón sin darle un destino claro. Santiago no corría en vano, quitaba balones y rápido lo buscaba a Alejandro. Y Alejandro finalmente se dedicó a gambetear y se olvidó de las disputas con Minino. Al fin las cosas estaban en orden. Tuvimos varias oportunidades de empatar pero se nos escaparon…
Yo me comí un gol casi cantado. Alejandro había hecho un desparramo por la derecha y me había cedido el balón, sólo tenía que poner el pie y dejar que la pelota me rebotara para que sea gol. Pero tal vez la ansiedad por finalizar la jugada hizo que calculara mal y terminé enredado con la pelota, hasta que un defensor logró darle un puntinaso y mandarla al córner.
Mentiría si les digo que en ese momento, después de desperdiciar ese gol imposible de errar, tuve la premonición de que algo maravilloso estaba por suceder. Lo que sentí en ese momento fue una tristeza infinita. El sabor amargo de saber que le había fallado al equipo y que tal vez no tendría otra oportunidad para redimir mi error. Y lo peor era saber que mi torpeza había quedado filmada. Recuerdo que eso me partió el alma. Lo observé a mi viejo que sostenía la cámara sobre sus hombros y me quería matar.
Claro que el destino me tenía preparado algo mágico, sólo que yo no lo supe hasta que estuve a punto de conectar una pelota que parecía destinada a la nada.
Ahora sí, estamos cerca del instante.
Faltaban pocos minutos para terminar el partido y el tramite del encuentro se había tornado otra vez demasiado desordenado. Ya no teníamos la claridad con la que atacábamos en los primeros minutos del segundo tiempo.
No puedo precisar con exactitud cómo fue que la pelota picó delante de mí y a unos pocos metros fuera del área de ellos. No sé si fue un rechazo de alguno de nuestros defensores o un mal despeje de los suyos. Tampoco puedo precisar qué estaba haciendo yo como para no darme cuenta lo que ocurría hasta que vi la pelota en el aire. Ni siquiera noté que estaba como siempre, solo, sin marcas. Quizás, si me hubiera percatado de todo esto, no habría tomado la decisión que tomé.
Es más, tengo el recuerdo nítido del grito de desaprobación de Alejandro cuando yo acomodé el cuerpo dando a entender que no iba a dejar que la pelota tocara el suelo. Claro, Alejandro estaba cerca de la mitad de la cancha, observando con mejor panorama la jugada que evidentemente exigía otra resolución. Porque como dije, me encontraba sin marcas y si cuando el balón se dignara de una vez por todas a bajar a tierra, yo lograba pararlo con el pie de tal forma como para que no se me escape demasiado hacia adelante, me encontraba con la posibilidad de quedar mano a mano frente al arquero de Arteaguense.
Pero no fue lo que hice.
Mi mirada estaba clavada en la pelota. No tenía ojos para observar otra cosa que no fuese ese balón número cinco que venía bajando y que se perfilaba justita para agarrarla de lleno con mi pierna izquierda. No cotejé ninguna otra opción. Tampoco me detuve a pensar a cuántos metros estaba del arco, para saber si tenía la fuerza suficiente para enviar la pelota hasta ahí. Puse toda mi atención en calcular bien el recorrido del balón para impactarlo en el momento preciso y que sea lo que dios quiera…
Hasta acá llegan los condimentos previos al instante más feliz de mi vida.
Es ahora donde me toca la difícil tarea de ponerle palabras a esos segundo gloriosos que conforman mi recuerdo más bonito y entrar de lleno al eje central del relato, como le entré de lleno al balón en aquel momento.
Porque esta vez no me enredé con la pelota, ni mi ansiedad hizo que calculara mal. Pude conectarla con mi botín izquierdo antes de que toque el suelo y salió disparada con fuerza y precisión hacia el arco del triunfo o, en este caso, del empate.
Como todo buen instante de felicidad necesitaba algo más de suspenso, de dramatismo. Si la pelota hubiese ingresado en el arco sin ningún contratiempo quizás no hubiese tenido el mismo sabor. Pero la pelota fue a dar directo al palo izquierdo del horrorizado arquero de ellos, que en un repentino ataque de reflejos voló para la foto hacia ese lugar. Y fue en ese momento cuando a mí se me paralizó el corazón. ¿Qué rumbo tomaría el balón después de estrellarse contra el palo? Era difícil saberlo. Son sólo fracciones de milímetros las que pueden jugar a favor o en contra…
Sinceramente me hubiese conformado con que la pelota ingresara al arco y finalizara mi angustia. Pero el destino me tenía reservado otro momento de suspenso. Porque la pelota tomó la dirección contraria y se encaminaba a toda velocidad para dar sobre el otro palo, el derecho, y otra vez la misma pregunta. ¿Qué rumbo tomaría la pelota ante este nuevo impacto sobre el otro poste?
Agradezco a la vida o a quien tenga que agradecer, no haber cerrado los ojos en ese momento, porque de haberlo hecho me hubiese perdido el clímax supremo de ese instante cuando pude ver a la pelota ingresar al arco y acurrucarse en la red.
No hubo manera de no festejar el gol como nos había pedido nuestro entrenador. Era imposible contener la euforia de lograr un empate agónico con una anotación tan deliciosa. Todos mis compañeros se me vinieron encima y no me dejaron correr hacia el lugar en que filmaba mi viejo. Quería gritar mi alegría frente a la cámara. Este gol remendaba ampliamente mi torpeza anterior. Había logrado cambiar de personaje en la película. Ya no era el villano que hizo sufrir a sus compañeros. Era el héroe que había evitado la derrota. Fueron los segundos más felices de mi vida.
Cuando ellos sacaron del medio el árbitro finalizó el partido y tuvimos que definir por penales. Pero esa es otra historia. Triste, porque perdimos sin meter ningún penal. Quedamos subcampeones, pero al menos pudimos mantener nuestro invicto. Que nos ganaran desde los ocho pasos no significaba que nos sacaran el invicto de tres años memorables.
Lo que sí creo necesario contar, es que este instante de felicidad no hubiese quedado tan marcado en mi memoria, si mi viejo no hubiese tomado la decisión que tomó, un minuto antes de que yo anotara el gol más importante de mi vida. Por supuesto que cuando me enteré lo que hizo mi viejo me quería matar. Recuerdo que esa anoche, a solas en mi habitación, lloré como pocas veces. No podía creer que haya dejado de filmar justo cuando yo estaba por hacer mi obra cumbre futbolística.
Pero ahora me doy cuenta de que si mi viejo no apagaba la cámara y hubiese logrado captar ese instante, tal vez mi recuerdo no sería tan entrañable. Seguramente me hubiese cansado de ver el gol. Sospecho que los mejores instantes de felicidad tienen que mantenerse así, anónimos. Guardados en el disco rígido del cerebro, y conservando las sensaciones de esos segundos en que todo transcurría por primera y única vez.
Un instante de felicidad es eso, sólo un instante. La repetición le quita la magia, banaliza los recuerdos. Y yo prefiero recordar el gol sólo en mi memoria y en la memoria de mis compañeros de equipo que hasta el día de hoy disfrutan ese agónico empate frente a nuestros más difíciles adversarios de nuestra feliz infancia en Centenario.