Hay un cuento que me está volviendo loco. Estoy estancado en una parte y no encuentro la manera de salir de ese aprieto. Cada vez que abro mi computadora y veo el archivo de Word de ese cuento inconcluso, me angustio. Por eso pongo miles de excusas para no sentarme a terminarlo. Sé que en algún momento voy a tener que enfrentarme a ese problema, pero lo pateo para más adelante.
En la misma situación se encuentra Flor. Pero no con un cuento sino con las arañas, abejas, avispas, cucarachas, hormigas y todo bicho que camina, vuela o va a parar al asador.
Hace dos años que convivimos. Antes, cuando transitábamos nuestro noviazgo, no me había dado cuenta de su fobia.
El primer incidente ocurrió con las cucarachas. Habíamos llamado a Tito, el desagotador, porque en la casa que alquilamos las cañerías se tapan a cada rato. Cuando Tito levantó el ladrillo que cubre el resumidero de garaje, Flor justo pasaba por ahí cuando las cucarachas sumergieron de la pestilencia y comenzó a saltar como si le quemaran los pies. Reprimió el grito, pero me miró con los ojos dilatados por el terror. Tito intentaba aplastar las cucarachas a los pisotones. Yo me puse un poco más histérico y las perseguía a los escobazos. El trajín duró unos minutos. Finalmente no quedaron cucarachas vivas a la vista.
Estuve media hora tranquilizando a Flor. Convenciéndola de que no volvería a ocurrir. Le juré que la próxima vez no iba a dejar que Tito revise el resumidero del garaje, con que destapara el del patio ya era suficiente. Por suerte al rato Flor se tranquilizó y yo me fui a tomar un café al bar del centro con mi hermano. Sin embargo, Flor no quedó satisfecha. En mi ausencia, tomó coraje, levantó el ladrillo del garaje y roció con insecticida el resumidero, según ella, con la intención de exterminar cualquier bicho que quedara dando vueltas por ahí.
No fue una buena decisión. Primero porque cuando colocó el ladrillo nuevamente en su lugar se le partió, por lo tanto quedó destapado el agujero, y segundo porque ante el olor a insecticida las cucarachas se volvieron locas y escaparon para arriba, o sea para el garaje. Flor entró en pánico y me llamó desesperada.
— Están otra vez! ¡Tengo miedo de que entren a la casa!
— ¿De qué hablás, Flor?
— ¡Las cucarachas! ¡Veni por favor!
Por suerte vivimos en un pueblo de siete mil habitantes, así que no me tomó mucho tiempo regresar a casa. Flor estaba parada en la puerta de la cocina, mirando aterrada para el garaje. Tuve que volver a agarrar la escoba y matar unas cuantas cucarachas más. No fue fácil, había cucarachas diminutas que se escabullían a gran velocidad, las otras, más asquerosas y grandotas las liquidé enseguida. Cuando terminé la faena me quedé con Flor en casa intentando calmarla.
Varias veces probé con psicología barata. Intenté en vano hacerla entrar en razón con ejemplos penosos. Yo le decía:
— Flor, pensa que los bichos te tienen miedo a vos.
— Las arañas que hay en el pueblo no son venenosas.
— Las avispas no pican si no se sienten amenazadas.
Justamente el comentario de las avispas me jugó en contra, porque a mi vieja la picó una avispa en el patio de su casa el verano pasado. Cuando Flor se enteró del episodio, aprovechó la oportunidad para echármelo en la cara, me dijo:
— A tu mamá la picó una avispa y ¿sabes qué?, ella no la estaba molestando.
Tuve que tragarme las palabras.
Después ocurrió el episodio de las hormigas voladoras. Sinceramente yo también anduve varios días obsesionado con estos bichos asquerosos. Era raro porque aparecían en nuestra pieza, hasta dentro del cajón donde guardamos nuestras prendas intimas. (Flor tiene la costumbre de no cerrar los cajones que abre.) Durante el día no las veíamos, pero cuando nos levantábamos a la mañana estaban muertas y desparramadas por todo el dormitorio.
Una noche, mientras estábamos acostados en la cama mirando televisión, apareció una hormiga voladora en la frente de Riquelme. Por suerte Flor ya se había dormido. Cuando pongo fútbol a ella le produce un efecto somnífero instantáneo. Yo me levanté de la cama, agarré una pantufla y sigilosamente me fui acercando al televisor. Lástima que no tuve la prudencia necesaria y le di un pantuflazo demasiado brusco a la pantalla. Logré matar a la hormiga pero también desperté a Flor. Ahí se terminó la noche de paz.
— ¡¿Qué pasa?!
— Nada Flor, maté un mosquito (no me gusta mentirle pero a veces es necesario.)
— ¿Dónde estaba?
— Dormí que está todo bien.
— ¡Hay otro! ¡No es un mosquito!
Miré hacia el televisor y una nueva hormiga voladora se había posado sobre el cuerpo del árbitro. Tiré el pantuflazo pero esta vez le erré. Flor prendió la luz del dormitorio y en ese momento se produjo una invasión de hormigas voladoras. A mí no me daban las manos, revoleaba la pantufla por el aire tratando de exterminar la plaga, mientras Flor se tapaba con las sábanas y me gritaba para que no dejara ninguna con vida. Fue una experiencia muy surrealista.
Al día siguiente descubrimos un pequeño agujero en la pared por donde seguramente entraban las hormigas. Flor se encargó de suministrarle, durante toda la semana, una dosis considerable de insecticida cada vez que entraba a nuestro dormitorio.
Ya pasó casi un año del episodio de las hormigas voladoras y no volvieron a aparecer, pero cada tanto la veo a Flor caminar para el dormitorio con el insecticida en la mano.
Esta mañana sucedió otro episodio fóbico. Yo estaba en mi estudio intentado escribir, cuando Flor entró corriendo desesperada.
— ¡Hay una araña ASÍ en el patio!!! — Me hizo un gesto con sus manos como si fuera del tamaño similar a una sandía.
Con tranquilidad me puse el pulóver y salí al patio para cumplir con mi misión de cazador de arañas, tratando de ocultar cierto fastidio por la situación repetitiva. Ya entendí que si me enojo es peor. Porque Flor se angustia y empeoran las cosas.
Cuando llegué al lugar en donde me indicó que se paseaba el arácnido no lo encontré. Tuve que volver a respirar profundo y pedirle que viniera al patio para saber si yo no estaba en el lugar correcto o si la araña ya no estaba en la misma posición. Flor caminó temerosa hasta llegar al patio, temiendo que en el trayecto le saltara algún alacrán volador o vaya a saber qué otra cosa monstruosa. Cuando llegó a mi lado miró hacia el piso y la divisó cerca del parrillero, posada sobre un tronco de leña.
A mí me costó verla porque me señaló en una dirección y salió corriendo para el garaje y además porque cuando la vi, me confundió el tamaño. Había dos opciones, o la araña era otra distinta a la que ella había visto, o se había achicado considerablemente, porque no debía medir más de dos centímetros.
Me arriesgué con otro intento psicológico.
— Flor, veni, es chiquitita. No te va a hacer nada.
— No, no, matala — me dijo, todavía del otro lado de la puerta corrediza.
No aflojé en mi intento freudiano y decidí agarrar el pedazo de leña en el que estaba la araña y entré al garaje.
— Vamos a hacer una cosa…— hice una pausa, traté de transmitirle seguridad. — Yo te agarro de la mano y vamos los dos juntos con la leña a la vereda y…
— ¡Ni en pedo!
— Esuchame… Dejamos el tronco en el cordón de la vereda, la araña sigue con su vida normal afuera de nuestra casa y se acabó el problema …
— ¡No, matala! ¡Matala!!— Me gritó.
Flor es una persona muy pacífica. No le gusta cuando yo me pongo a ver videos en los que una manada de leones persigue a alguna presa. Le causan ternura los animales y es capaz de llorar si finalmente el león atrapa a la gacela. Pero cuando ve una araña su fobia es tan extrema que no puede vivir tranquila si no está convencida de que está bien muerta.
— Ok. Hagamos así. Yo voy con la leña a la vereda. Vos seguime detrás. No tenes que hacer nada. Solo mirar…
Flor asintió aunque no muy convencida. Avancé despacio con la leña en una mano, concentrado en no hacer movimientos bruscos para que la araña se mantuviera quieta y también mirando de reojo para saber si Flor me seguía detrás. Llegué hasta el cordón de la vereda. Flor miraba, a una distancia prudente, pero miraba la escena. Apoyé la leña en la calle y la araña bajó lentamente y comenzó a caminar para la esquina opuesta a nuestra casa. Le pedí a Flor que viniera a mi lado. Ella lo hizo. Los dos tuvimos que hacer mucho esfuerzo con los ojos para poder ver la diminuta araña, pero la observamos marcharse en libertad.
Esta mañana Flor logró ganarle la primera batalla a su fobia. Sé que todavía falta mucho recorrido, pero es un comienzo auspicioso.
Ahora yo también debería demostrar mi fuerza de voluntad y sentarme a terminar el cuento inconcluso…
Pero creo que lo voy a dejar para mañana… Quiero disfrutar con Flor de este logro… Además es una noche hermosa…En un rato pasan una película que parece estar buena… Y tengo que seguir la serie que estoy viendo en Netflix… Sí, mejor me siento mañana a terminar el maldito cuento…