
Supongamos que te habías quedado solo en el bar. Tus amigos consiguieron levantarse a alguna mina o se fueron a dormir y vos estás ahí, parado, con el codo apoyado sobre la barra, como siempre, tomando el tercer whisky y decidido a romper con tus tres meses de sequía sexual. Entonces, hacés un paneo visual por las mesas y la pista como para elegir tu próxima presa. Supongamos que estás optimista y decidís ir en busca de la rubia de cara bonita y baile sensual. Sabes que es demasiada belleza para vos pero todavía es temprano, así que está bien que intentes el milagro. Agarrás tu inseparable vaso y te dirigís directo hacia ella. Vas esquivando los manotazos de gente poseída por el baile y el alcohol que amenazan con derramar tu whisky y, a fuerza de empujones, llegás hasta donde está la rubia. Se te ocurre que para caerle simpático, lo mejor que podes hacer es bailar girando en círculos, como si ella fuese la tierra y vos el sol rotando, incorporando el paso del ñandú. No funciona. La…

“Esperaba que llegaras, esperé toda mi vida, por alguien como vos”. Fue lo primero que te dije aquella tarde. Lo recuerdo perfectamente. ¿Cómo olvidarlo? Si fue la primera señal que me dio tu rostro como para percibir que había arrancado bien. Esa frase me daba la posibilidad de sentarme en tu mesa para intentar que entendieras que no era uno más entre tantos, de los que pretendían seducirte. Entonces, y para que corroboraras que no te habías equivocado al dejarme sentar en tu mesa, empecé a hablarte de la trova Rosarina. Tu cara de asombro no me sorprendió. Para ser sincero, no arranqué porque sí con ese tema. Vos acusaste el impacto, te gustó que empezara hablándote sobre tus músicos favoritos, y el hecho de que me dejaras contarte la historia de los músicos, no hizo más que confirmar mi sospecha de que yo te interesaba, dado que vos conocías mucho mejor que yo las andanzas de los rosarinos. Sin embargo te limitaste a escuchar y acotabas algo muy de vez en cuando. Pero reitero que no fue de casualidad…