Son las nueve y media de la noche del domingo 9 de Febrero del 2020. Estoy asustado y en una habitación de una clínica en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires. Muy pronto estaré dormido e inconsciente y no termino de asimilar que estoy a minutos de mi primer bisturí. Porque una cosa es saber que algún día de tu vida tendrás que pasar por el quirófano, pero otra muy distinta es cuando te anuncian que será dentro de un rato.
“¿Es tu primera operación?” Me pregunta una enfermera, que al parecer es la encargada de explicarme los preparativos higiénicos para el quirófano. Sí, respondo, casi sin voz… La enfermera me mira y me sonríe con compasión.
Como dije, estoy asustado, pero más que nada asombrado porque hace apenas unas horas fuimos con amigos a ver mi obra de teatro ParaAnormales y ahora estoy pasándome pervinox por el cuerpo para que me abran el estómago…
El dolor abdominal apareció ayer, Sábado a la mañana, ni bien me desperté, y no se fue más. Flor estuvo todo el día insistiéndome para que fuera a una guardia pero no le hice caso porque estoy acostumbrado a convivir con dolor en el intestino. Pero hoy al mediodía fue tan insoportable el dolor que le hice caso y fui a una guardia.
Me pusieron una inyección con un tridente ofensivo poderoso: Buscapina, ketorolac y reliveran. Me hizo efecto enseguida y me sentí mejor. Quería volver a casa pero todavía tenia que hacerme una ecografía que me había recetado la médica de guardia que me atendió. Y también un laboratorio.
Empecé a ponerme nervioso. Las esperas de cada estudio que me hacían eran interminables.
Por suerte Flor me mostró una aplicación que te permite ver los resultados de tus estudios médicos en el celular. Bajás la aplicación de tu cobertura médica y luego de crear tu usuario y contraseña, ya tenés todos los laboratorios que te hiciste para ver en directo los resultados, casi en el mismo momento en que el médico hace el informe. Es una aplicación increíble. Viene a ser como una especie de Netflix salud. Llamémosle: Saludflix. Y es gratis, aunque poco recomendable para tipos ansiosos como yo. Desde que Flor me bajó la aplicación en mi celular, me obsesioné. Entraba a cada rato para ver si ya estaban cargados los siguientes capítulos de mis laboratorios. Por lo tanto, cuando la doctora vino a la habitación para informarme de los resultados, yo ya conocía toda la trama de mis glóbulos blancos altos y el intrigante liquido libre que corría por mi abdomen que mostraba el episodio de la ecografía. Lo que no tenía en claro era qué significaban esas revelaciones.
—Apendicitis —dijo la médica—. Vamos a hacer una tomografía para estar más seguros, pero es probable que te tengas que quedar internado.
Ese fue el derrotero que me trajo hasta este momento en el que son las nueve y media de la noche, y ya con bata y gorro de quirófano puesto, me viene a buscar un camillero. Comenzamos el angustioso recorrido hacia el bisturí…
Nos metemos por un área autorizada solo para personal de la clínica. Bajamos hasta el segundo piso. Ahora vamos por un pasillo largo, atravesamos el sector de cardiopatía y a mí me da un golpecito en el corazón, y finalmente llegamos al área de cirugía. El camillero me deja en un box cercano a la sala del quirófano.
Escuchar al cirujano que me explica con claridad y profesionalismo los procedimientos de la operación, el cuidado post operatorio y hasta el día en que me sacará los puntos de las heridas, me reconforta. Me gusta vivir en un mundo donde las personas saben de lo que están hablando. Aunque pensar en post operatorio y en puntos de heridas me parece demasiado aventurado. Yo, en este momento, no puedo pensar mucho más allá del encuentro con el bisturí. Quisiera estar anestesiado para no seguir pensando y, justamente, aparece la anestesióloga. Ella me explica, de manera muy amable y amorosa, la forma en la que va a dormirme. Ya sabe que es mi primer bisturí. Sospecho que los médicos y enfermeras que pasan por delante del box también lo saben porque me sonríen con compasión. De pronto me siento como un adolescente que está a punto de tener su primera experiencia sexual y todos a su alrededor saben que es virgen y le dan una palmada de aliento.
Una conversación entre una enfermera y el cirujano que va a operarme atrae mi atención.
—¿Le hiciste firmar el papel del consentimiento? —pregunta la enfermera
—Uy no, me olvidé —dice el cirujano.
—¿Ves? ¿Qué te digo siempre? Después de la tercera cirugía, te desconcentrás… —concluye la enfermera.
Acostado en la camilla no tengo mucho campo de visión. Solo veo lo que pasa frente a la puerta del box. Pero puedo escuchar perfectamente todo lo que se habla en la sala. Y lo que escucho después de esa última frase de la enfermera es un silencio demoledor. Una pausa teatral. Puedo imaginar la cara que le habrá puesto el cirujano a la enfermera. Acaba de cometer la imprudencia de decirle que se desconcentra luego de la tercera operación, sabiendo que el tipo al que va a realizarle la cuarta está escuchando temeroso en el box de al lado.
El silencio se prolonga un rato más y yo me quedo expectante. Es la enfermera la que rompe el hielo:
—¿Estás bien, Matías? —me pregunta.
—Sí, perfecto –digo, y sonrío, en silencio.
Curiosamente, este dialogo entre enfermera y cirujano, que podría asustarme, me relaja. Es una linda escena para atesorar y más tarde, si es que existe un más tarde para mí, anotar en mi libreta…
El cirujano vuelve al box con la hoja del consentimiento. Me pide que firme y lo hago. El mismo empuja la camilla para llevarme a la sala del quirófano y solo espero que tenga mejor pulso para el bisturí que para manejar la camilla porque chocamos personas y paredes antes de llegar a destino…
Lo primero que me recibe cuando entro, es una ola de frío polar. Miro a los costados y me doy cuenta de que estoy en pelotas rodeado de objetos cortantes y filosos. Otra vez me agarra cagazo. Es algo que hacen todos los días, pienso para tranquilizarme y me tranquilizo. O creo que me tranquilizo. Son cuatro personas las que están en el quirófano pero parecen más porque todos van y vienen, preparando cosas, comentando algo. Cuando me hablan a mí, me doy cuenta de que se ponen a actuar: “tranqui, no pasa nada, tenemos todo bajo control”. Igual no me molesta, porque lo hacen con ternura y paternalismo. Lo único que me fastidia es que me hablan con diminutivos, como si fuera un niño al que hay que hacerle avioncito para que coma.
—Vos tranquilito, Matías eh —me dice la anestesióloga—. Respirá profundo que yo ahora te voy a pasar esta agujita… Por la manito… Es un segundito…
¿Tanto se me notará el cagazo? O quizás es el olor. Uno puede fingir tranquilidad con los gestos, pero el olor del miedo te delata. Y el quirófano es el templo del cagazo. Quizás por eso ponen el aire acondicionado tan fuerte. Prefieren que sientas frío y no el olor a susto que dejó la persona que estuvo a panza abierta antes que vos en esta misma camilla.
Respiro profundo… La anestesióloga coloca la agujita en mi manito, y yo pego un pequeño suspirito de dolor, mientras un muchacho me corre un poquito la batita y me afeita los pelitos que tengo cerca del pupito. Entiendo. Limpia la zonita por donde el cirujano entrará a hurguetear dentro de mi cuerpito.
Pronto estaré dormido. Lo sé porque la asistente de la anestesióloga me está preguntando a qué me dedico. Le digo que soy escritor de teatro, dramaturgo, pero no sé si tiene interés en saberlo. Lo que quiere es hacerme hablar, distraerme mientras la anestesióloga seguramente me… va… a… ha…cer quedar… dorm…