Son las nueve y media de la noche del Domingo 9 de Febrero del 2020. Estoy asustado y en una habitación de una clínica en el barrio de Belgrano, en Buenos Aires. Muy pronto estaré dormido e inconsciente. No es la primera vez que me van a suministrar anestesia, pero sí la primera vez que me van a operar, y no termino de asimilar que estoy a minutos de mi primer bisturí. Una cosa es saber que algún día de tu vida tendrás que pasar por el quirófano, pero otra muy distinta es cuando te anuncian que será dentro de un rato.

¿Es tu primera operación?” Me pregunta una enfermera, que al parecer es la encargada de explicarme los preparativos higiénicos para el quirófano. Sí, respondo, casi sin voz… La enfermera me mira y me sonríe con compasión.

Como dije, estoy asustado, pero más que nada asombrado porque hace apenas unas horas fuimos con amigos a ver mi obra de teatro ParaAnormales y ahora estoy pasándome pervinox por el cuerpo para que me abran el estómago… 

El dolor abdominal apareció ayer, Sábado a la mañana, ni bien me desperté, y no se fue más. Flor estuvo todo el día insistiéndome para que vaya a una guardia pero no le hice caso porque estoy acostumbrado a convivir, cada tanto, con dolor en el intestino. Desde hace años sufro colon irritable. 

Aunque esta vez el dolor era cada vez más fuerte y, como bien me indicaba Flor, yo me quejaba de retorcijones en la parte derecha de mi abdomen y el colon está en el otro lado, lo que hacía suponer que podría tratarse de otra cosa y no de lo mismo de siempre, yo seguía empecinado con que no era nada. 

Tampoco le hice caso a Flor cuando me sugirió que vaya a la guardia aunque sea para que me den un medicamento y dejar de sufrir los retorcijones. Es que desde hace un tiempo intento no tomar ni siquiera ibuprofeno. “Atacar el por qué del dolor y no los síntomas”,me dijo una vez mi médico clínico y yo trato de hacerle caso porque me parece un buen razonamiento. De cualquier manera, no es ninguna hazaña no tomar una pastilla cuando estás muy dolorido, y es bastante imbécil no hacerle caso a los síntomas creyéndote inmortal por el simple hecho de ser joven.

Hoy al mediodía fue tan insoportable el dolor que finalmente le hice caso a Flor y fui a una guardia. Exactamente a las dos menos cuarto de la tarde, bajé del taxi, entré en el sanatorio y ya no salí más a la calle. Al menos, no caminando… 

Me pusieron una inyección con un tridente ofensivo poderoso: Buscapina, ketorolac y reliveran. Me hizo efecto enseguida y me sentí mejor. Quería volver a casa pero cuando fui a hacerme una ecografía, recetada por la médica de guardia que me atendió, comencé a marearme y tuvieron que llevarme en silla de ruedas hasta una habitación. El combo de la inyección me había dejado grogui. Cuando me recuperé del atontamiento, me llevaron nuevamente en silla de ruedas hasta la sala de ecografía para concretar el estudio y luego me devolvieron a la habitación también en silla de ruedas. No es que no pudiera caminar, ni siquiera estaba mareado, pero como me habían pasado a una habitación cuando tuve el mareo, el protocolo exigía que no caminara. 

Al rato vino una enfermera que me saco sangre para hacer un laboratorio y me pidió que orinara en un frasquito. Yo empece a ponerme nervioso. Quería irme a mi casa. Ya me sentía un poco mejor, y las esperas de cada estudio que me hacían eran interminables. 

Por suerte Flor me mostró una aplicación que te permite ver los resultados de tus estudios médicos en el celular. Bajas la aplicación de tu cobertura médica y luego de crear tu usuario y contraseña, ya tenés todos los laboratorios que te hiciste para ver en directo los resultados, casi en el mismo momento en que el médico hace el informe. Es una aplicación increíble. Viene a ser como una especie de Netflix salud. Llamémosle, Saludflix. Y es gratis, aunque poco recomendable para tipos ansiosos como yo. Desde que Flor me bajó la aplicación en mi celular, me obsesioné. Entraba a cada rato para ver si ya estaban cargados los siguientes capítulos de mis laboratorios. Por lo tanto, cuando la doctora vino a la habitación para informarme de los resultados, yo ya conocía toda la trama de mis glóbulos blancos altos y el intrigante liquido libre que corría por mi abdomen que mostraba el episodio de la ecografía. Lo que no tenía en claro era qué significaban esas revelaciones. 

Apendicitis – Dijo la médica. – Vamos a hacer una tomografía para estar más seguros, pero es probable que te tengas que quedar internado.

Quedé unos segundos en silencio por la incredulidad. ¿Apendicitis? No podía ser verdad. Mantuve la esperanza de que la tomografía contradijera el diagnóstico de la doctora. Yo aun seguía convencido de que sufría otro ataque de colon irritable. Sin embargo el tomógrafo fue más concluyente. Había que sacar el apéndice. No era súper urgente, pero mejor si se hacía esta misma noche…

Ese fue el derrotero que me trajo hasta este momento en el que son las nueve y media de la noche, estoy en una habitación de una clínica de Belgrano, a la que llegué en ambulancia hace apenas media hora, y ya con bata y gorro de quirófano puesto, me viene a buscar un camillero. Justo llega Flor. Demoró en subir a la habitación porque le tocó llenar el formulario de mi internación. Me acuesto en la camilla, la saludo rápido porque no me gustan las despedidas y el camillero comienza el recorrido hacia el bisturí…

Nos metemos por un área autorizada solo para personal de la clínica. Bajamos hasta el segundo piso. Ahora vamos por un pasillo largo, atravesamos el sector de cardiopatía y a mi me da un golpecito en el corazón, y finalmente llegamos al área de cirugía. El camillero me deja en un box cercano a la sala del quirófano… 

En el trayecto vi pasar médicos, enfermeras, cirujanos… Los vi formar grupitos de charlas donde predominaban las bromas y cierto tono canchero. Algunos impostaban la voz cuando hablaban de diagnósticos y procedimientos quirúrgicos y sus gestos corporales hacían pensar que tenían todo bajo control. Hay un poco de actuación en la forma en la que se comunican entre ellos y con los pacientes, pero hoy en día todos estamos continuamente actuando, interpretando roles, en nuestra vida cotidiana. 

Hace tiempo que dejamos de ser personas para transformarnos en personajes de nosotros mismos.Y las redes sociales han ayudado bastante para que esto ocurra. Opinamos sobre todo, todo el tiempo, aunque no entendamos demasiado sobre lo que estamos opinando. Por eso, escuchar al cirujano que me explica con claridad y profesionalismo los procedimientos de la operación, el cuidado post operatorio y hasta el día en que me sacará los puntos de las heridas, me reconforta. Me gusta vivir en un mundo donde las personas saben de lo que están hablando. Aunque pensar en post operatorio y en puntos de heridas me parece demasiado aventurado. Yo, en este momento, no puedo pensar mucho más allá del encuentro con el bisturí. Quisiera estar anestesiado para no seguir pensando y, justamente, aparece la anestesióloga. Ella me explica, de manera muy amable y amorosa, la forma en la que va a dormirme. Con paciencia me hace algunas preguntas y me desasna un par de dudas que tengo. Ya sabe que es mi primer bisturí. Sospecho que los médicos y enfermeras que pasan por delante del box también lo saben. Porque me sonríen con compasión, igual que la enfermera en la habitación. De pronto me siento como un adolescente que está a punto de tener su primera experiencia sexual y todos a su alrededor saben que es virgen y le dan una palmada de aliento. 

Una conversación entre una enfermera y el cirujano que va a operarme atrae mi atención. 

¿Le hiciste firmar el papel del consentimiento?

Uy no, me olvidé. – Dice el cirujano. 

Menos mal que no está dormido todavía, sino qué hacemos… – Insiste la enfermera. Aunque no es un reto, es casi coqueteo.

Pero no está dormido todavía – responde el cirujano, también en un tono jocoso. 

¿Ves? ¿Qué te digo siempre? Después de la tercera cirugía, te desconcentrás… 

Acostado en la camilla no tengo mucho campo de visión. Solo veo lo que pasa frente a la puerta del box. Pero puedo escuchar perfectamente todo lo que se habla en la sala. Y lo que escucho después de esa última frase de la enfermera es un silencio demoledor. Una pausa teatral. Puedo imaginar la cara que le habrá puesto el cirujano a la enfermera. Acaba de cometer la imprudencia de decirle que se desconcentra luego de la tercera operación, sabiendo que el tipo al que va a realizarle la cuarta está escuchando temeroso en el box de al lado.

El silencio se prolonga un rato más y yo me quedo expectante. Es la enfermera la que rompe el hielo:

¿Vos le haces firmar, entonces? 

Sí, yo le hago firmar… – le responde el cirujano y seguramente no deja de clavarle la mirada a la enfermera. 

Se produce otro momento de silencio… 

– ¿Estás bien, Matías? – Me pregunta la enfermera. 

– Sí, perfecto. – Digo, y sonrío, en silencio. 

Curiosamente, este dialogo entre enfermera y cirujano, que podría asustarme, me relaja. Es una linda escena para atesorar y más tarde, si es que existe un más tarde para mí, anotar en mi libreta… 

El cirujano vuelve al box con la hoja del consentimiento. Me pide que firme y lo hago. El mismo empuja la camilla para llevarme a la sala del quirófano y lo primero que me recibe cuando entro, es una ola de frío polar. Miro a los costados y me doy cuenta de que estoy en pelotas rodeado de objetos cortantes y filosos. Otra vez me agarra cagazo… Es algo que hacen todos los días, pienso para tranquilizarme y me tranquilizo. O creo que me tranquilizo. Acá también conversan mucho y predominan las bromas. Son cinco personas las que están en el quirófano pero parecen más porque todos van y vienen, preparando cosas, comentando algo… Cuando me hablan a mí, me doy cuenta de que se ponen a actuar otra vez el rol de: “tranqui, no pasa nada, tenemos todo bajo control”. Igual no me molesta, porque lo hacen con ternura y paternalismo. Lo único que me fastidia es que me hablan con diminutivos, como si fuera un niño al que hay que hacerle avioncito para que coma.

–“Vos tranquilito, Matías eh… – Me dice la anestesióloga – Respirá profundo que yo ahora te voy a pasar esta agujita… por la manito.. es un segundito…

¿Tanto se me notara el cagazo? O quizás es el olor. Uno puede fingir tranquilidad con los gestos, pero el olor del miedo te delata. Y el quirófano es el templo del cagazo. Quizás por eso ponen el aire acondicionado tan fuerte. Prefieren que sientas frío y no el olor a terror que dejó la persona que estuvo a panza abierta antes que vos en esta misma camilla. 

Respiro profundo… la anestesióloga coloca la agujita en mi manito, y yo pego un pequeño suspirito de dolor, mientras un muchacho me corre un poquito la batita y me afeita los pelitos que tengo cerca del pupito. Entiendo. Limpia la zonita por donde el cirujano entrará a hurguetear dentro de mi cuerpito. 

Pronto estaré dormido. Lo sé porque la asistente de la anestesióloga me está preguntando a qué me dedico. Le digo que soy escritor de teatro, dramaturgo, pero no sé si tiene interés en saberlo. Lo que quiere es hacerme hablar, distraerme mientras la anestesióloga seguramente me… va… a… ha…cer quedar… dorm…