
Mi abuelo Nardino era un hombre callado. Nunca una palabra de más. Mucho menos un chisme. Era muy reservado. Si hago un repaso de los almuerzos familiares que teníamos los sábados al mediodía, siempre encuentro a mi abuelo sentado en la punta de la mesa, con la cabeza y el cuerpo encorvado hacia el plato de comida. Casi nunca participaba de la conversación. A lo sumo pedía para que le alcanzáramos alguna bebida. Incluso en esos casos solía pedirlo solo señalando con la mano. Como si no estuviera dispuesto a esforzar la voz para pedir una gaseosa. Uno podría pensar que tenía una vida interior muy profunda. De ahí su silencio. O algún dolor crónico que lo hacía estar siempre con ese gesto parco y adusto. Algún mal pensado podría suponer que mi abuelo materno era de pocas palabras porque mi abuela se encargaba de hablar por los dos. Pero lo cierto es que era muy extraño escucharlo hablar. Por eso, cada vez que Nardino hacía un comentario o esgrimía una opinión, yo siempre escuchaba con atención. Era una novedad….