
Imposible comprar un pan de leche sin escuchar una pobrecita Rocío Graciani. Esperar el turno para pagar impuestos en el banco acarreaba conocer los trastornos alimenticios de Rocío. Si te sacaban una muela te implantaban las desgracias de la nena de los Graciani. Cuando comías un choripan en la cancha del club del pueblo, masticabas la actitud sospechosa de Rolando y Jessica Graciani, padres de Rocío. Hasta el rocío de las mañanas de invierno parecía una excusa perfecta para hablar de Rocío. ¿Qué le pasaba? ¿Qué le habían hecho? ¿Con qué clase de monstruos convivía? Con el tiempo yo también me dejé llevar por la marea Rocío. Cansado de mi civilización aburrida, me sumé con entusiasmo a la barbarie del chisme. Y de a poco comencé a disfrutarlo. Saber sobre la infelicidad de los Graciani, aunque no los conociera, comenzó a proporcionarme cierto bienestar. Para qué sufrir por mis tormentos si tenía a los Graciani para descargarme. Sin conocer exactamente de qué estaba hablando, decreté con firmeza mis conclusiones. Sin saber los por qué, por la sencilla razón de que…

Mimí viene caminando desde la cocina con el mate y una bandeja con facturas que coloca en la mesa del comedor. Mira un retrato de su marido y le contesta como si le hubiese hablado. — Ya sé, ya sé… Lo agarro… Pero qué queres… Me olvido… No lo hago a propósito… — Agarra el bastón y vuelve a caminar hacia la cocina. — Para retos ya tengo bastante con tu hija… Cada día más parecida a vos esa chica… Encima que no viene nunca… Lo único que hace es quejarse… Cuando me tocará a mí, pregunto yo… ¿Te acordas cuando íbamos a casa de mi mamá? Dios mío cómo se quejaba esa mujer… — Vuelve al comedor con un plato de bizcochitos de grasa. — Debería ser mi momento de queja. Pero no, parece que yo solo estoy para escuchar sus problemas y sus retos… Suena el timbre de la casa. Mimí se dirige a la puerta mientras le sigue hablando al retrato de su difunto marido. — Sí, ya sé… Voy a preguntar quién es. Me lo dice…