“Dos pibes murieron atropellados por el tren al intentar saltar la valla”.
Es inhumano empezar el día con una noticia así. Por eso hace tiempo decidí no mirar más noticieros cuando me levanto.
No pretendo vivir alejado de la realidad. Me interesa estar informado con los acontecimientos políticos y sociales de mi país. Pero enterarme de que una señora se resbaló mientras se duchaba y su cabeza rebotó contra el suelo, se le desprendió un ojo y quedó ciega, no creo que sea una información que me nutra para algo positivo.
Es distinto con los diarios. Uno puede saltearse esas noticias desagradables y elegir qué leer. Pero con el noticiero televisivo es más peligroso porque estás mirando relajado los goles del fin de semana y de pronto un móvil urgente irrumpe en la pantalla y te muestra a un motociclista que se pasó un semáforo en rojo y atropelló a una mujer embarazada.
Creo que es necesario tener cierto cuidado cuando se informa de una mala noticia. Hay formas menos dañinas de las que se suelen utilizar para comunicar una desgracia. Y no hablo de un cuidado que solo tendrían que tener los noticieros sino también nosotros, los ciudadanos, sobre todos en los lugares públicos.
No pretendo entrar a una panadería y que la temática de conversación sea el principio de Arquímedes o la teoría de la relatividad, pero si se está informando sobre una desgracia, se debería tener cierto cuidado, al menos, con los detalles.
Yo entiendo que vivimos en un pueblo donde casi todos nos conocemos y entonces la noticia sobre un fallecimiento es justificable. “Te enteraste que murió sultano”. Hasta ahí vamos bien. Funciona como información. Pero agregar frases del estilo: “Hacía dos meses que orinaba sangre” o “se retorció de dolor hasta el último día”, es un despropósito. No hay derecho a que uno tenga que salir de la panadería con las medialunas embadurnadas de sangre.
Siempre me acuerdo de la forma en la que mi viejo se enteró que había muerto su papá. El tenía apenas diecisiete años y estaba durmiendo. Eran cerca de las doce del mediodía cuando un tío comenzó a zamarrearlo. Mi papá se despertó sobresaltado y lo primero que vio cuando abrió los ojos fue la cara de su tío, que estaba parado al lado de la cama y que sin ninguna introducción le dijo:
— Osvaldo… tu papá…Fue… — Hizo un gesto con el dedo pulgar hacia abajo y se retiró de la habitación dejando a mi viejo en un estado de angustia y desconcierto que nunca logró olvidar.
Por situaciones como éstas, creo que quien comunica una mala noticia debería tener el tacto necesario para no agregarle más angustia al interlocutor. O al menos bajar el nivel de morbosidad con el que se comunica la novedad.
Ayer viajé a Rosario porque tenía que hacerme el control de rutina que hago todos los años con mi médico clínico. Esperaba mi turno leyendo un libro. En la sala de espera había otras tres personas aguardando para ser atendidas.
En un momento, la señora que estaba más cerca de la puerta del consultorio, le dice a quien, calculo, era su marido:
— ¿Te conté lo de Mirta?
El hombre, que leía una de esas revistas que nunca faltan en las salas de espera, y que lo más probable es que sean del siglo pasado, hizo un gesto de negación con la cabeza y siguió leyendo como dando a entender de que no tenía el mínimo deseo de conocer nada de esa tal Mirta. Sin embargo, la mujer comenzó a contar:
— Le quisieron arrebatar la cartera en la peatonal. Mirta empezó a gritar y entonces varios hombres que veían lo que pasaba la ayudaron. Lo corrieron al chorro y lo alcanzaron. Lo tumbaron al piso y lo empezaron a patear entre todos…. Dice Mirta que si no los paraba la policía lo linchaban. Había sangre del ladrón por todos lados.
Le clavé la mirada a la señora como para que notara que no me agradaba estar esperando un turno y desayunarme con toda la sangre de su relato, pero ella ni se percató de mi fastidio.
En la otra punta de la sala de espera estaba sentada una adolescente. Tenía el celular en las manos y los auriculares puestos. Su mirada estaba anclada en el teléfono. Escuchaba música. Envidié su suerte. Pensé seriamente en cambiar el libro por auriculares para la próxima ocasión.
Cuando salí del consultorio fui hasta el centro de la ciudad para realizar unos trámites. Entré a una farmacia para comprar unas pastillas.
Un hombre hablaba con el farmacéutico y le contaba sobre sus dolores abdominales debido a divertículos. Lamentablemente lo iban a tener que operar. Y otra vez lo mismo. Hasta el detalle de la operación íbamos bien. A veces uno siente la necesidad de contar lo que le sucede, es entendible. Pero agregar que arañaba las paredes cada vez que iba a cagar, es un detalle innecesario. Genera en el otro, en este caso yo, que esperaba atrás del señor para ser atendido, una imagen desagradable que te queda dando vueltas todo el día en la cabeza.
Ya de mal humor entré a un bar por calle Córdoba. Me pedí un café y volví a sumergirme en la lectura del libro para abstraerme del mundo a mi alrededor. Sin embargo, la sonrisa de un hombre sentado en la mesa de al lado captó mi atención. Además de una cara sonriente, que no encajaba con el resto de los rostros en el lugar, tenía un ramo de flores debajo de la silla. Cada tanto miraba para la puerta de entrada. Parecía impaciente. Pero de una impaciencia alegre. Me levanté de mi silla y le dije al hombre:
— Disculpame la curiosidad… ¿Esas flores son tuyas?
El hombre se sorprendió por mi irrupción pero no quitó la sonrisa de su boca.
— Sí… Estoy esperando a mi esposa. Hoy cumplimos veinte años de casados. Quiero darle una sorpresa. Hace mucho que no hago algo así.
A mí me cambió el humor. Al fin un momento lindo para atesorar.
Al rato entró su esposa al bar y el galán rosarino, que bien podría haber sido un integrante de la mesa de Fontanarrosa, le entregó las flores. Debía ser verdad que el hombre no sorprendía a su mujer con un gesto así desde hacía un tiempo porque a ella le costó comprender lo que pasaba. Recibió las flores y miraba confundida a su esposo, y también algo tímida hacia el resto de las personas que estábamos en el lugar y que los mirábamos como quien mira una telenovela romántica.
Pero después de ese primer momento de sorpresa, la mujer se abalanzó sobre su marido y se dieron un beso sin importarles las personas que estábamos alrededor. Esa sí fue una linda imagen para que te quede dando vueltas en el cerebro.
Hoy, cuando me levanté, ya en mi casa de San José de la Esquina, pensé en esta pareja y me alegró la mañana. Así vale la pena comenzar el día.
¿No estaría bueno crear un noticiero matutino que solo informe noticias bonitas? Por lo menos, después de mirar un noticiero así, saldríamos a la calle de buen humor…
Yo sé que esa escena de la pareja en Rosario fue una excepción y que durante el resto del día seguramente asistiré a la infaltable dosis de malas noticias cotidianas. Pero me es indispensable saber que, cada tanto, la felicidad le gana una pulseada a la desgracia.