Las malas noticias

“Dos pibes murieron atropellados por el tren cuando saltaron la valla”.
Es inhumano empezar el día con una noticia así. Por eso hace tiempo decidí no mirar más noticieros cuando me levanto.
Me interesa estar informado con los acontecimientos políticos y sociales de mi país. Pero enterarme de que una señora se resbaló mientras se duchaba y su cabeza rebotó contra el suelo, se le desprendió un ojo y quedó ciega, no creo que sea una información que me nutra para algo positivo.
Creo que es necesario tener cierto cuidado cuando se informa de una mala noticia. Y no hablo de un cuidado que solo tendrían que tener los noticieros sino también nosotros, los ciudadanos, sobre todo en los lugares públicos.
No pretendo entrar a una panadería y que la temática de conversación sea sobre la teoría de la relatividad, pero si se está informando sobre una desgracia, se debería tener cuidado, al menos, con los detalles.
Yo entiendo que vivimos en un pueblo donde casi todos nos conocemos y entonces la noticia sobre un fallecimiento es justificable. “Te enteraste que murió sultano”. Hasta ahí vamos bien. Funciona como información. Pero agregar frases del estilo: “se retorció de dolor hasta el último día”, o “Hacía dos meses que orinaba sangre”, es un despropósito. No hay derecho a que uno tenga que salir de la panadería con las medialunas embadurnadas de sangre.
Siempre me acuerdo de la forma en la que mi viejo se enteró que había muerto su papá. El tenía apenas diecisiete años y estaba durmiendo. Eran cerca de las doce del mediodía cuando un tío comenzó a zamarrearlo. Mi papá se despertó sobresaltado y lo primero que vio cuando abrió los ojos fue la cara de su tío, que estaba parado al lado de la cama y que sin ninguna introducción le dijo:
—Osvaldo… Tu papá… Fue… —hizo un gesto con el dedo pulgar hacia abajo y se retiró de la habitación dejando a mi viejo en un estado de angustia y desconcierto que nunca logró olvidar.
Por situaciones como éstas, creo que quien comunica una mala noticia debería tener el tacto necesario para no agregarle más angustia al interlocutor.
Ayer fui a hacerme el control de rutina que hago todos los años con mi medico clínico. En la sala de espera había otras tres personas aguardando para ser atendidas.
En un momento, la señora que estaba más cerca de la puerta del consultorio, le dice al que, calculo, era su marido:
—A Mirta le quisieron arrebatar la cartera en la peatonal. Empezó a gritar y entonces varios hombres que veían lo que pasaba la ayudaron. Lo corrieron al chorro y lo alcanzaron. Lo tumbaron al piso y lo empezaron a patear entre todos. Dice Mirta que si no los paraba la policía lo linchaban. Había sangre del ladrón por todos lados.
Le clavé la mirada a la señora como para que notara que no me agradaba estar esperando un turno y desayunarme con toda la sangre de su relato, pero ella ni se percató de mi fastidio.
Cuando salí del consultorio entré a una farmacia para comprar unas pastillas.
Un hombre le contaba al farmacéutico sobre sus dolores abdominales. Lo iban a tener que operar. Y otra vez lo mismo. Hasta el detalle de la operación íbamos bien. A veces uno siente la necesidad de contar lo que le sucede, es entendible. Pero agregar que arañaba las paredes cada vez que iba a cagar, es un detalle innecesario. Genera en el otro, en este caso yo, que esperaba atrás del señor para ser atendido, una imagen desagradable que te queda dando vueltas todo el día en la cabeza.
Ya de mal humor entré a un bar. Me pedí un café y me sumergí en la lectura de un libro para abstraerme del entorno. Sin embargo, la sonrisa de un hombre sentado en la mesa de al lado captó mi atención. Además de una cara sonriente, que no encajaba con el resto de los rostros en el lugar, tenía un ramo de flores debajo de la silla. Cada tanto miraba para la puerta de entrada. Parecía de una impaciencia alegre. Me levanté de mi silla y le dije al hombre:
—Disculpá la curiosidad. ¿Esas flores son tuyas?
El hombre se sorprendió por mi irrupción pero no quitó la sonrisa de su boca.
—Sí… Estoy esperando a mi esposa… Hoy cumplimos veinte años de casados. Quiero darle una sorpresa. Hace mucho que no hago algo así.
A mí me cambió el humor. Al fin un momento lindo para atesorar.
Al rato entró su esposa al bar y el galán le entregó las flores. A ella le costó comprender lo que pasaba. Pero después de ese primer momento de sorpresa, la mujer se abalanzó sobre su marido y se dieron un beso sin importarles las personas que estábamos alrededor. Esa sí fue una linda imagen para que te quede dando vueltas en el cerebro.
Hoy, cuando me levanté, pensé en esta pareja y me alegró la mañana. Así vale la pena comenzar el día.
¿No estaría bueno crear un noticiero matutino que solo informe noticias bonitas? “Luján y Víctor se reconciliaron”. “El hijo de Adelina nació sin complicaciones”. “No se registraron accidentes en las últimas horas”…
Por lo menos, después de mirar un noticiero así, saldríamos a la calle de buen humor…
Ya sé que esa escena de la pareja en el bar fue una excepción y que durante el resto del día seguramente asistiré a la infaltable dosis de malas noticias cotidianas. Pero me es indispensable saber que, cada tanto, la felicidad le gana una pulseada a la desgracia.